Los que llevamos por Barcelona un par de años, o a lo sumo media década, no podemos imaginar una Barcelona diferente a la que conocemos, y la ciudad pre-olímpica de la que hablan nuestros conocidos, nos suena a un pasado mitológico, a un tiempo para algunos mejor y para otros peor, que aparece en las conversaciones para rememorar gestas urbanas del pasado. Aquellos marineros que llegaban al bar La Concha, aquella Carmen de Mairena, que como ella dice, chupaba pollas Rambla arriba Rambla abajo, los corros de gente que bebía y cantaba por la calle, la llegada de aquella otra tribu multicolor llamada estudiantes Erasmus, hoy ya completamente integrados. Los gays campando a sus anchas…
La gran marca que es Barcelona, porque ante todo Barcelona, ese corazón del estilo en un país de sol y playa como es el estado español, es una marca, está perdiendo capital simbólico, a medida que la globalización avanza en su esfuerzo de homogeneizarlo todo. Dos muestras de ello son las nuevas leyes antiruido o las que pretenden regular el nudismo o seminudismo en la ciudad condal. La primera guarda relación con la posibilidad de confiscar equipos musicales que no cumplan los requisitos marcados por una normativa leonina, que pena con multas millonarias que atemorizan a cualquier organizador o promotor alternativo de eventos. Y es que ese es su objetivo: o pagas o te alías con “los aceptados por el ayuntamiento” o te criminalizan. Se pretende así acabar con cualquier activismo lúdico y musical fuera de los locales que pactan con el corporativismo local. La tendencia del ocio global es construir grandes supermercados del alcohol y el exceso, prisiones donde el vicio esté permitido y, sobre todo, controlado. Fuera de eso, las personas que se divierten molestan, ensucian o son simplemente unos canallas. La segunda medida es la de la regulación del nudismo o seminudismo. Todo turista que ha tenido la suerte de pasar por la Barceloneta rememorará más el tamaño de no sé qué pene extraño que ha visto, que la torre Agbar, ambos elementos bien fálicos.
Al final el caso es que los regidores del sistema corporativista local parecen no enterarse demasiado de cuál ha sido el activo de la ciudad a partir de las olimpiadas: el diseño, la nueva economía inmaterial y, sobre todo, las tendencias sociales que hacían de Barcelona un crisol de nuevas tribus urbanas de herencia cultural global, con o sin uso del catalán. Y esas nuevas tribus urbanas, esas nuevas categorías que pueblan las calles de Barcelona, representaban la importancia del ocio o el vicio nocturno o diurno como principal estímulo para llegar, vivir, relacionarse y amar esta parte del Mediterráneo, y dotarla de vida.