Relato: Bertran Salvador • Ilustración: Anna Molinet
Contextos especulares
Mallorca con Roger de Llúria, diez de la noche y aporrean a la puerta: ni los cánticos, los pelotazos, las hogueras y los gritos atemorizados impiden que suba puntualmente la vecina para quejarse de que estoy tocando la guitarra muy fuerte. “Disculpi, però que no sap quina hora és?”, dispara a bocajarro y no sé qué responder: miro por la ventana, la humareda, las sirenas y el miedo inundan Barcelona, pero se queja de mi riff de guitarra. “¿En serio? ¿Hoy también?”, no parece entender mi pregunta, le señalo las barricadas en llamas, el pueblo perseguido, y se encoge de hombros, “Lamento informar-li que són més de les deu i no pot tocar instruments a aquesta hora”, lógica aplastante. “¡Venga, va!”, le espeto y le cierro la puerta, hoy estoy segura de que no vendrá ningún policía a amonestarme.
Baja las escaleras y vuelvo a mi guitarra, subo el altavoz y siento que juguetear con las cuerdas es mi secreta forma de empatía con lo que sucede en la calle, mi pequeña dosis de desobediencia civil, que diría Thoreau. También representa mi particular lucha contra la indiferencia de esa vecina quejumbrosa y avejentada.
Sé que volverá. Siempre vuelve. Es una mujer mayor, ya cansada por una existencia vacía, olvidada por un hijo insumiso que marchó joven de casa y no regresa ni los domingos, repostera jubilada y aburrida perentoriamente, obnubilada por las telenovelas de media tarde. Nos odiamos como el agua al aceite. Nos declaramos la guerra hace unos años, yo recién empezaba a vivir aquí y ella estaba pasando por un terrible divorcio, el hijo ya se había marchado, había ido a okupar una casa de un fondo buitre. La okupación desencadenó la crisis marital, aunque esta había estado siempre allí: cuando se despertaron, la crisis seguía allí. Ella: “es tu culpa, nunca supiste educarlo”. Él: “fuiste demasiado blanda, siempre le has regalado bollos y le has permitido todo”. Pocos días después coincidimos ella y yo en el ascensor, y sin pensarlo en absoluto va y le suelto: “tan mal no lo habréis hecho si el muchacho está luchando contra un sistema parasitario”. Liada parda, obvio: me miró con odio homicida y poco le faltó para darme un guantazo. Agaché la cabeza como un perro apaleado, en reconocimiento de mi error, pero era demasiado tarde, siempre es demasiado tarde cuando una la caga, las palabras nunca regresan. Y se declaró la guerra, una guerra silente, de demolición. Olores de frituras, de bollos, inundando mi casa desde su ventana abierta; quejas en el buzón por las fiestas, por la basura acumulada; en las reuniones de vecinos, puyas constantes: esta es una cerda, todo el edificio huele fatal; avisos a la policía; cucarachas colándose por los resquicios de la puerta de entrada; comida putrefacta aterrizando en el balcón. Y mi respuesta: tocar la guitarra hasta que viniese la autoridad –bluff-.
Siguen los disparos y de repente oigo lloros, un llanto que me abraza. No tardo en identificarlo: es el de la vecina. Lo reconocería en un concurso de llantos, fue muy dura la crisis marital. Y tal vez sean las salvas, tal vez las pelotas de goma, o tal vez el gas lacrimógeno, o la suma de los tres, lo que al fin consigue iluminarme y entiendo por qué esta noche también ha venido a quejarse: la vecina necesita volver a la normalidad. Y a cada hipo lloroso, regado por las sirenas, voy rellenando un puzle evidente: su hijo okupa está metido en ese berenjenal; mi vecina, como cualquier madre, llora aterrorizada por él; el miedo ha entrado en su casa y trafica con las peores imágenes de estraperlo –que están baratas, solo basta mirar la brutalidad en la red-. Y se rompe algo en mí, una especie de trinchera imaginaria que nos separó todos estos años. Ella aterrorizada por su hijo, yo aterrorizada por el sistema que me bloquea y me deja anulada en casa cuando querría estar fuera.
Solo tengo mi guitarra. ¿Qué puedo cambiar con ella? Y se me ocurre una idea. Busco esas viejas canciones que ella solía canturrear en la ducha, tonadas de otros tiempos, acordes de Serrat, de Sisa, de los Ramones incluso, una miscelánea nostálgica que a mí también me emociona, me recuerdan a noches de domingo en el coche con mis padres, carreteras infinitas de recuerdos. El coche, la juventud perdida, y la mezcla de recuerdos, los míos y los de ella, una canción generacional que nos une, tan distintas pero a la vez tan simétricas, tan reducibles a lo más tierno e íntimo.
Empiezo a tocar esas canciones, fuerte, para que me oiga. Los pistoletazos son mi percusión en ese concierto improvisado. Los incorporo a la pieza para que ella no piense que esas balas de goma podrían impactar en el ojo de su hijo. Disimulo su odio en un pentagrama musical, el odio que nos separaba a ella y a mí, pero también a las oprimidas del mundo, odios y pequeñeces frente la adversidad inamovible. Y sigo y sigo tocando, para ella y para mí, una especie de pacto tácito, un callado reconocimiento mutuo, dos personas abocadas a la fría indiferencia del sistema que, aunque tan dispares, se miran y se reconocen. Una tregua. Su hijo en las calles, ella llevada por el miedo, yo por la frustración, y una estúpida canción de Serrat tal vez nos permita compartir la nostalgia de tiempos mejores.
La oigo subir las escaleras. Mi concierto improvisado quizás no le ha gustado. Llama a la puerta y dejo la guitarra, armada de paciencia, mi pacto tácito, mi ofrenda de paz, ha caído en saco roto. Pienso en lo que diré: ya paro, lo siento, pensé que te animaría. Abro la puerta y me la encuentro llorando y con una bandeja con un flan casero. Nos abrazamos sin mediar palabra, dos miedos tan distintos, dos frustraciones tan distintas, pero en el fondo especulares: dos personas desnudas ante el espejo, que pese a todo, se reconocen en la otra. Siguen los disparos, pero nosotras somos una, unidas frente al miedo. “¿Quieres?” me dice, y la invito a entrar.
“Els carrers serán sempre postres”, bromea entonces mi vecina, entre lágrimas, y sonrío y compartimos el flan.