Estamos condenados a la excelencia. Seguimos surfeando con solvencia ese tsunami llamado Gloria. Cierto es que el maremoto ocurre en la liga de los malos, pero lo importante es destacar, no quién te permite hacerlo. Yo rocé el nirvana absoluto al marcar un hat trick al colista, e intenté llevarme el balón a casa como hacen los profesionales cuando consiguen tan meritoria gesta. En recepción me dijeron que si quería hacer eso tenía que pagar veinte euros y que en lugar del balón me firmarían en la frente la palabra “primo”.

 

Salvo por estas traicioneras muestras de cruel realismo, vivimos la cara alegre de nuestra ya antológica vida deportiva. Solo una cierta predisposición a la crítica nos perturba. Es algo habitual practicar el arte del reproche en los postpartido, y a veces incluso mientras jugamos. Que si tenías que haberla pasado, que si chutas flojo, que si no la sabes controlar. Da igual que hayamos ganado 9-0, siempre hay un hueco para la encarnizada polémica. Recuerda a lo que ocurre con el deporte de élite, una disciplina que cuenta con más críticos que deportistas.

 

Para empezar, la información general, los telediarios y los periódicos, reservan un gran espacio a la actualidad deportiva. La radio hace un seguimiento constante, gozamos también de una nutrida oferta televisiva y, por supuesto, la maravillosa prensa deportiva que casi supera en cantidad de ejemplares disponibles a la ordinaria. Esto significa que el interés que suscita el deporte es prácticamente inigualable. No existe otra actividad humana con ese grado de aceptación popular. La política está en claro declive, la prensa rosa aparece más espaciada en nuestros quioscos, y bueno, tenemos la cultura, que sería como decir “todo lo demás”, que si bien es cierto que tiene un buen número de fieles, estos son divisibles en categorías totalmente dispares: no veo nada claro que se puedan relacionar los adictos a la danza contemporánea con los fans de Manowar, aun perteneciendo ambos al grupo de gente interesada por las actividades culturales.

 

A lo que quiero llegar: bajo la premisa de que el deporte es la piedra angular del interés popular, podemos diseccionar antropológicamente al individuo. Punto Pelota –impagable programa del canal Intereconomía– resume claramente los requisitos que el hombre moderno debe cumplir.

 

Es un ser que suele gritar, y además grita, que acostumbra a discutir incluso sus propias conclusiones, y que nunca practicaría el deporte del cual se manifiesta experto. Sus opiniones abarcan todo el espectro racional como si tuviera superpoderes: desde la visión ultrasubjetiva de los hechos, al megafanatismo más vehemente y al superdesprecio más absoluto de la verdad cuando esta es un inconveniente para su equipo. A este prototipo debemos sumarle una connatural habilidad para expresarse que supera por muy poco la del simio más listo, una expresión corporal idéntica a la del simio más tonto y una apariencia física muy cercana a la de ambos simios, os dejo elegir.

 

Más allá de la trascendencia del deporte en la sociedad, lo que se constata diariamente en los medios –y no solo en los deportivos– es que el espíritu crítico está imbuido en lo más hondo de nuestro ser. Críticos deportivos, culturales, los debates de Gran Hermano, las campañas electorales… La crítica forma parte de lo criticado y construye los cimientos de su destrucción. Todos somos expertos de todo y por tanto nadie lo es, pero aun así seguimos criticando. Anton Ego, crítico gastronómico de la joya de Pixar Ratatouille, lanza, tras probar la exquisitez del minichef Remy, un pequeño gran discurso: “En muchos sentidos, el trabajo de un crítico es fácil. Arriesgamos muy poco y, sin embargo, disfrutamos de nuestra supuesta superioridad sobre aquellos que someten a nuestro juicio su vida y su obra. Disfrutamos con las críticas negativas, que son divertidas de escribir y de leer. Pero la amarga verdad que los críticos debemos enfrentar es que, en el gran plan de las cosas, cualquier vulgar pieza de basura tiene más significado que la crítica que escribimos para descalificarla”.

 

Si leyera este discurso en los vestuarios después del partido, en plena batalla dialéctica, lo único que conseguiría es multiplicar la frecuencia de los insultos y situarme irremediablemente como blanco de todas las iras. Así que, asumiendo que somos lo que somos porque si no lo acabaríamos siendo, voy a elaborar un plan específico para integrarme en la dinámica reprochil. Desde hoy veré cada día Punto Pelota, íntegramente y sin pestañear.

 

Aun así, nuestra situación está muy lejos de ser crítica, padecemos triunfo crónico, y no merece una crítica, sino una crónica críptica, al más puro estilo David Bisbal: seremos grandes, seremos fuertes. Ya lo somos.