Lo que podríamos haber sido y tal cual. Sí, lo que sigue es una llorosa mezcolanza de nostalgia y politiqueo. Para ello debo remontarme al pasado, puesto que la nostalgia futura es actualmente un producto bancario conocido como “seguro de vida”.

Éramos pequeñitos. Mis amigos y yo vivíamos agolpados en cuatro manzanas en el maravilloso barrio de Gracia, donde desempeñábamos todo nuestro jovial discurrir. Las cosas fueron cambiando y las mujeres de mis amigos embarazándose, con lo que nuestra amistad fue transmutando. Y no solo eso. Tras una investigación inexistente, a ojo, creo haber destapado otra alarmante realidad. Hoy no queda ni una de esas candorosas almas en el barrio y, tras otro examen superficial manoseando el móvil, certifico que prácticamente ninguno vivimos ni siquiera en Barcelona. Este éxodo debe significar algo. Para descubrirlo me he instalado en Valldoreix, el Beverly Hills del Vallès, donde actualmente me desintoxico de la adicción que la ciudad nos crea, y aprendo varias cosas sobre la vida en el campo y de su contraste con mi anterior pasado cosmopolita.

I. El urbanita común padece el síndrome del calamar. Como sabemos, hoy en día si le pides a un niño de la ESO que te dibuje un calamar, traza una anilla y se queda tan ancho. Lo mismo nos ocurre a los urbanitas resabiados. He visto tres veces una familia de jabalíes rondando por las inmediaciones de mi casa y esa visión hace que me sienta en un safari. También sufrí de lo lindo para expulsar un saltamontes gigante de mi casa, y tengo la ridícula sensación de haber establecido un vínculo inquebrantable con la ardilla que vive en el pino de al lado de mi casa y que se dedica todas las noches a tirar piñas sobre mi tejado para acojonarme. Resumiendo, que había perdido todo contacto con la naturaleza, con la asquerosa excepción de las palomas y las ratas.

II. Salir de fiesta no es una necesidad. Sí, puede parecer soso o que me estoy haciendo viejo. Ambas proposiciones son ciertas, pero hablo de que en Barcelona llegaba a salir cada día durante mi época de esplendor. Simplemente porque estaba ahí y había que salir o podía parecer que estabas aletargado. También había que salir porque estabas en una habitación de 10 m2 en una casa de 60 m2, y además tu compañero de piso había invitado a su ligue. Ahora cabrían siete pisos como ese en mi jardín y soy yo el que trae los ligues. Además, la gente aquí interacciona distinto, se hacen cenas amigables con las vecinas o se accede a tomar el té en un porche ajeno. No hay color.

III. Vivir es caro, pero más barato que vivir bien. Aquí se gasta mucho menos. No recuerdo un día en la urbe que no me gastara mínimo 15 euros en cafés-cervezas-metro. Aquí hay muchos días que no gasto un euro, y no se muere nadie, ni siquiera yo.

IV. Tras los primeros días en el campo, cuando bajas a la city experimentas unos patéticos delirios de grandeza. Es algo pasajero, pero remarcable. Llegas y piensas: “Asfalto, gentío, ruido. Qué pringados”. Seguramente todos tienen más dinero que yo, pero puedo asegurar que cada vez que salgo de los ferrocarriles me siento rico.

V. Las picadas de mosquito son el termómetro de tu conexión con la naturaleza. Por algún capricho del destino, mi sangre no les gusta y por eso no estoy flotando en un nirvana constante. Pero aun así, cada vez que tengo visitas me piden Aután, y eso me hace sentir prácticamente indígena.

VI. Aparcar es fácil y gratis. No sé en qué momento de nuestras vidas aceptamos las imposiciones estatales que se conjuran en sentido contrario. En resumen, Barcelona es cool, pero, como cualquier gran ciudad, genera un traumático compendio de rutinas que te acaban convirtiendo en un ciborg al servicio de sus maquiavélicos mecanismos. Los políticos que la gestionan son nuestro Panoramix, creando pócima de urbanodependencia a punta pala. A eso le podíamos sumar la lógica deducción de que si ya no vivo ahí –ni la mayoría de mis amigos– es porque es una ciudad aberrantemente cara que favorece la diseminación de sus autóctonos y la infestación invasiva de los extranjeros adinerados. Lejos de ser un llanto xenofóbico, lo que esto supone es una amable resignación: adelante, seguid gastando vuestro dinero en vivir como una termita en una selva donde ya ni los árboles son de madera. Yo voy a plantar lechugas.