Es bien sabido que los futbolistas son, a ojos de las mujeres, tipos muy atractivos. En las contras de la prensa especializada podemos contemplar las bellas novias de los futbolistas luciendo palmito bajo un titular picantón, del tipo “Kelly Brook, el mejor gol de Cipriani”. Hasta aquí todo se mantiene dentro de lo establecido, Casillas besa a Carbonero, Piquetón se va de wakaciones con Shakira, y nuestro Hollywood particular va creando superproduciones. El inventario de leyendas urbanas se encarga de aglutinar todas las contraindicaciones que esta magnética atracción supone; se dice que Guti paró en un semáforo con su flamante descapotable al lado de un coche ordinario, en el que viajaba una anónima pareja. Él pronunció la frase “hey nena, deja a este pringao y vente conmigo”; ella obedeció. Este es un aviso para todos los novios del planeta: si ves a un futbolista en un semáforo contén tu emoción, resérvate la anécdota para los amigotes y apáñatelas para detener el vehículo fuera de su alcance. O al revés, si tu relación está en declive y no sabías cómo terminarla, lanza el anzuelo derrapando lo más cerca posible del deportivo.

 

El autodenominado “guapo, rico y famoso” Cristiano Ronaldo padece el síndrome del número dos. Es el único deportista de élite al que se le recuerda diariamente, a la cara y sin reparos, que no es el mejor del mundo. Que hay otro mucho mejor. Hay miles de futbolistas que no alcanzan ni de lejos el nivel de CR7, pero al menos no están condenados a tan ditirámbica vejación. Esto nos confirma que, sí, a veces el talento es incómodo y cruel. Para sobrellevar este hecho disfruta de una vida epicúrea junto a Irina Swank, una mujer deslumbrante de contrastado buen gusto. Su nombre completo es Cristiano Messias Ronaldo dos Santos Aveiro, y se dice que el horóscopo del pequeño Cristiano (sí, le ha puesto su mismo nombre para que de mayor pueda usar su equipo) es nada más y nada menos que Leo. Para evitar cualquier similitud con el origen de su tormento (Leo Messi, para despistados y espesos), Cristiano eliminó su segundo nombre, y removió cielo y tierra para repescar el decimotercer signo zodiacal usado por Nostradamus en la antigüedad: Ofiuco. Cuando lo logró, consiguió desorientar aún más a la sociedad astrológica –que se percató entonces de que llevaba años asignando destinos erróneos a las personas equivocadas– y finalmente se dio cuenta de que quizá sí era guapo, además de indiscutiblemente rico y famoso, pero listo, lo que se dice listo, no lo era; el cambio no afectaba a la fecha de su preciado primogénito. En un momento de pura psicomagia, Cristiano le llamó “papá” a Cristiano. Sólo que el primero era el adulto. Esta fue su verdadera cristianización.

 

Nosotros, en cambio, somos seres invisibles para Irina Swank, Shakira o Carbonero. A veces incluso para nuestras novias. Guti nos desvalijaría sentimentalmente en los semáforos. Tirando a feos, pobres y anónimos, sudamos sólo cuando es imprescindible, no entrenamos, y creemos que los gimnasios son una paradoja: están llenos de cuerpos esculturales, que no necesitarían esculpir más su perfecta silueta, esclavizados por su mantenimiento, y luego puedes encontrar una rica variedad de cuerpos ricos en grasa, figuras que nunca te imaginarías en el gimnasio del olimpo, deseando mutar a la primera categoría. Para todos ellos el ajedrez no es deporte, a no ser que te obliguen a hacer flexiones mientras esperas que mueva tu oponente, o las piezas pesen el equivalente a unas pesas. No, en el gimnasio no hay espacio para el tipo común que odia el deporte como fórmula para mantenerse sano, que detesta el footing porque no tiene sentido, reglas, marcador electrónico ni tabla de goleadores. Que no piensa en ejercitar su cuerpo porque no adora las agujetas, que no pretende impresionar a nadie, más que nada porque no puede. Es un tipo común y, justo por eso, ama la competición. Y no precisamente porque esté seguro de ganar. El deporte es, para él, esa educada representación del vestigio animal de la ancestral lucha por la supervivencia, por el territorio, por las hembras. Es el arte de la guerra sin víctimas mortales pero con ganadores morales. Es el jugar de los niños reglamentado por las leyes adultas.

 

Bajo estas premisas, y justo por estas fechas, un selecto grupo de tipos comunes nos enfrascamos en la ardua tarea de confeccionar un equipo amateur para competir ahí donde el verbo del deporte se hace carne; en las liguillas intersemanales de futbol siete. Los horarios, intempestivos. La calidad de los futbolistas, grotesca. Los rivales, duros. Las animadoras, escasas. Las ganas de ir a jugar en las gélidas noches de invierno, nulas. Pero este es el Espíritu de la Avenida Infanta Carlota, un equipo diseñado para rediseñarse lo antes posible. Sí, muchos fumamos; vale, también hay riesgo de lesiones severas, y por supuesto, puede que lleguemos tarde el día siguiente a trabajar. Pero tenemos equipo, defendemos unos colores, nuestra motivación está intacta, y eso que será nuestra tercera temporada en la categoría más baja. Esta es nuestra historia, prometemos deshonrarla, desprestigiarla y exagerarla.