Así funciona la economía arquitectónica… En Manhattan se dice que si tiras una piedra sobre una muchedumbre, probablemente acabe golpeando a un abogado. Si eso lo hicieses en Barcelona, en cambio, la piedra golpearía con toda probabilidad a un arquitecto: en la comarca del Barcelonés hay casi cinco mil colegiados, pero si contamos los no colegiados como es mi caso, probablemente superamos los diez mil. Incluso hay un libro sobre Barcelona titulado La ciudad de los arquitectos (1994), de Llàtzer Moix.

Es verdad que la Ciudad Condal atrae a este gremio igual que un establo atrae moscas. Aquí se respira, se come, y hasta se caga arquitectura. Siempre hay un happening arquitectónico en esta metrópoli, contamos ni más ni menos que con cinco escuelas dedicadas a esta disciplina, sin enumerar las muchas escuelas de arquitectura de todo el mundo que imparten clases aquí. En las encuestas a visitantes que publica anualmente Barcelona Turisme, lo que más valoran los guiris de esta ciudad son los edificios y las construcciones, por encima de la cultura o la gente. La arquitectura es todo un sector económico en esta ciudad.

A pesar del glamur del que disfruta, la verdad es que esta profesión ofrece unas condiciones de trabajo pésimas. Trabajar como falso autónomo, tener un sueldo de mierda, computar largas horas sin pago y aguantar broncas forman parte del día a día en muchos despachos. La situación laboral se ha deteriorado mucho en los últimos años, tanto durante la crisis como durante la supuesta recuperación. Curiosamente, esta época de decadencia coincide con el auge de las superestrellas de la arquitectura: nunca ha habido tanto interés por saber quién es el último ganador del Pritzker Prize, el llamado Nobel de la arquitectura a pesar de que el señor Nobel fue un científico y el señor Pritzker el fundador de una cadena hotelera. En fin.

En realidad, el prestigio del que disfruta esta ocupación y las deplorables condiciones laborales y profesionales van de la mano. La fama de un estudio de arquitectura es precisamente lo que le permite atraer talento joven dispuesto a currar por poco sueldo (o incluso gratis). Por eso los arquitectos buscan tanto la fama: se necesita mucha mano de obra para crear “buena arquitectura”. Los despachos más prestigiosos viven en gran parte de becarios que, en cambio, están encantados de poder incluir en sus currículums que han colaborado en tal o cual despacho. Así funciona la economía arquitectónica.

Lo cierto es que la mayoría de los estudios no pueden pagar sueldos dignos porque el mercado les exige regalar su profesionalidad, tanto a promotores privados como a administraciones públicas. Nos matamos a ofrecer ideas en concursos públicos que tienen como único premio la adjudicación del encargo. Debemos ser el único gremio que regala su trabajo a cambio de nada. Y aún es más triste ver cómo últimamente los jurados de concursos públicos valoran, por encima de la calidad arquitectónica, el descenso de los honorarios.

En esta profesión se compensan con glamur las pésimas condiciones en las que se trabaja. Podemos asistir a un coctel (mientras no estemos con una entrega) y aparentar que somos cojonudos, pero la realidad detrás de esa máscara es otra: una profesión con condiciones económicas indignas.