París, 23 de septiembre de 2016

En 1918, de camino a las trincheras de la Primera Guerra Mundial, Francis Ponge escribió a su padre que había tomado la determinación de dedicarse a la literatura. En ese preciso momento, le sobrevino una afasia que lo dejó postrado en un mutismo idiota durante casi veinte años.

En 1919, fue incapaz de articular palabra durante los exámenes orales de la École Normale Supérieure y suspendió.
Tiempo más tarde, después de haber sido surrealista y haber dejado de serlo, cuando se hizo sindicalista en Messageries Hachette y tuvo que dictar cientos de informes y discutir en las convenciones sindicales, recuperó el habla. El 18 de abril de 1937, afiliado ya al Partido Comunista, pronuncia un discurso en el Moulin de la Galette y arenga a los obreros para que no vayan a la huelga porque la patronal lo utilizará como excusa para arrebatarles los derechos recién adquiridos (vacaciones pagadas, cuarenta horas semanales, derecho sindical, etc.). Desmintiendo cualquier hostilidad, Messageries Hachette lo despide. Francis Ponge empieza a ganarse la vida vendiendo seguros. Solo puede dedicarle a la literatura veinte minutos al día, pero ya ha escrito: “El mundo mudo es nuestra única patria.”

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En otra guerra, la Segunda, después de únicamente haber publicado un pequeño opúsculo en 1927 (Doce pequeños escritos), aparece Tomar partido por las cosas en 1942. Conoce a Albert Camus e inician una correspondencia. Sartre escribe un elogioso ensayo sobre él y le recubre de una delgada fama clandestina.

El 16 de abril de 1944, en Colingy, la familia Ponge se ve sorprendida por la llegada de las SS. Tienen el pueblo rodeado y es imposible escapar. Armande los avista en el camino, Odette despierta a su marido, Ponge va su escritorio. Los oficiales irrumpen en su casa y les interpelan en alemán. Nadie entiende nada. Ponge les muestra los libros, las páginas escritas sobre la mesa. “Soy poeta”, balbucea. Uno de los soldados responde: “Poeta: no es peligroso”.

Como resistente, su nombre en clave es Roland Mars.


París, 24 de septiembre de 2016

Lo importante no es el qué, sino la mirada. Ponge quiere cambiar la mirada. Da igual pintar una batalla o una manzana. Lo que debe cambiar es el ojo. No quiere escribir. Quiere inscribir. El único texto válido es el que se escribe en piedra. Ponge camina ojo a ojo con los pintores porque se pregunta lo mismo que ellos: ¿Qué significa ver?

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En octubre de 1945, Francis Ponge y su familia se mudan a un apartamento del número 34 de la rue Lhomond, en el monte Sainte Geneviève del distrito 5º de París, una casa vieja de paredes blancas, de dos pisos y una buhardilla, que le había cedido su amigo, el pintor Jean Dubuffet. Ponge vive de ayudas de amigos, de adelantos de libros, de unas pocas conferencias en Bélgica y Alemania. Vive pobre en un piso prácticamente vacío donde resuena la música de Rameau.

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En 2003, pasé el verano a pocos metros de esta casa, en el número 39 de la rue Claude Bernard. Lo llamaron el verano de los 10.000 muertos por la ola de calor que arrasó la ciudad. También era muy pobre: comía una lata de atún al día. Ahora, he vuelto a caminar por estas calles de doble y triple fondo, separando capas, poniendo color a fotos en blanco y negro.
Me hospedo en el Boulevard Richard Lenoir, cerca de la sala Bataclan, donde hace diez meses cuatro extremistas con kalashnikovs asesinaron a 89 personas. Leo las palabras que el padre Bruckenberger le dijo a Albert Camus cuando lo ocultó en el convento de Saint Maxim durante la ocupación nazi: “El miedo a perder su fe les merma la sensibilidad. Es una vocación negativa. No miran la vida de frente”.

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Desconfía de sí mismo. No escribe por inspiración, sino por conspiración.

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Si debo mencionar un texto de Ponge, que sea La ostra, puesto que estamos en Francia: “Es un mundo obstinadamente cerrado. Sin embargo, se la puede abrir: hay que sostenerla haciendo hueco en un trapo, valerse de un cuchillo mellado y poco franco, intentarlo varias veces. Los dedos curiosos se cortan, se rompen las uñas: es un trabajo tosco. […] A veces, muy rara, una fórmula perla en su gaznate de nácar, de donde se la toma enseguida para adorno”.
Una poética.


París, 25 de septiembre de 2016

Recibí hace dos días un mensaje de la editora: “Necesitamos un texto urgentemente para el lunes. 1.000 palabras. Tiene que aparecer la frase: ‘De pronto, hace mucho calor’”. Me pongo manos a la obra.

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Debemos, pues, hablar de las cosas.
Y así lo hace Ponge.
El problema es que fracasa. El Cuaderno del pinar, escrito en 1940, acaba sin haber hallado la fórmula. No consigue la expresión justa. Tiene entonces dos opciones: callarse, o dejar constancia de este fracaso en la expresión.
Decide dejar un registro de su fracaso, palabra a palabra, sin esconder un solo error, sin esconder, tampoco, los éxitos relativos. Este proceso del creador es una idea que le robó a Picasso. Y Picasso la robó de Gertrude Stein. Etcétera.

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Y nos muestra el texto así, desordenado como un pinar, a medio hacer, con ramas secas y rotas, pinaza desechada, una hermosa sala de probaturas en calma, fresca, a resguardo de los vientos gracias a la pompa nubosa de las copas, a este burbujeante brócoli protector. “Le doy la palabra a quienes no la tienen. Es en este punto donde se aúnan mi posición política y mi posición estética.”

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El 31 de enero de 1977, Francis Ponge, por entonces gaullista y poeta nacional, cumple el encargo de inaugurar oralmente el Centre Georges Pompidou. Es un edificio a obra vista, en el que los conductos de aire y las tuberías recubren la estructura. Mímesis arquitectónica del work in progress, lleno de enmiendas y tentativas, que fueron las obras de Ponge en aquellos últimos cuarenta años.

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Para acabar lentamente, desapareciendo como una estela, nada mejor que Caracoles: “Y acéptate tal como eres. En armonía con tus vicios. En proporción a tu MEDIDA [las mayúsculas son mías]”.

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“En cualquier caso, el fracaso nunca es absoluto.”


Ilustración de Guillermo Capacés Ezquerra