Recuerdo haber pensado (incluso dicho) que no podría vivir en ciudades enormes por varios motivos. Entre ellos, la ansiedad producida por querer abarcarlo todo y ser consciente, a la vez, de la imposibilidad de este deseo. Este “todo”, que entonces se refería particularmente a conciertos y sesiones, ahora incluiría muchas cosas más. Exposiciones, eventos y encuentros de arte, por hacerlo fácil. La misma ansiedad que produce entrar en una librería y querer haber leído todos los libros con los que tenemos o tendremos algún tipo de conexión. También la que aparece al entrar en una tienda de donuts con demasiados sabores diferentes, sabiendo que nuestro estómago sólo tiene espacio para uno, quizá dos.
A este respecto, recuerdo un hábito del pasado bastante perjudicial para la salud: el videoclub. Y digo perjudicial porque, al menos en mi caso, era bastante normal salir sin ninguna película en la mano tras haberme pasado más de una hora dentro de La Papaya Verde. Supongo que aquella situación era una suerte de preliminares para lo que estaba por venir: Internet y su indigestión en nuestro metabolismo analógico. De hecho, Internet tiene bastante que ver con la demanda de ubicuidad actual. A la vez y en todas partes.
En los últimos años, el incremento de actividad en Barcelona con todo aquello que tiene que ver con el arte contemporáneo ha crecido exponencialmente. Y no desde la abundancia económica, sino todo lo contrario. Gracias a esos extraños procesos de equilibrio inconsciente, el aumento de duración de las exposiciones institucionales se ha visto compensado por el desarrollo de otras situaciones estéticas que nada tienen que ver con obras de arte caras dentro de una habitación blanca. La satisfacción por la abundancia produce, sin embargo, el síndrome del videoclub. O, como puede que dijese Sartre, la gran tragedia humana: tener que elegir unas cosas sobre otras cuando se quieren varias a la vez.