Una aproximación lingüística a la historia se fijaría en la aparición y desarrollo de los conceptos que usamos. También de cómo los compartimos y repetimos energéticamente durante unos meses, para acabar intercambiándolos por otros que hagan del reemplazo una forma indirecta de olvido. En arte lo sabemos bien, que el diccionario es un lugar de tendencias y que los textos de hace cuatro años parecen escritos en una etapa lingüística anterior con la que ya no nos identificamos. Ahora bien, criticar tendencias es algo que no pasa de moda nunca. Nada más actual que estar en contra de la actualidad, la temporalidad preferida de los periódicos y de la mayor parte de medios “generales”. De hecho, la prensa es el lugar por excelencia para la eclosión del último neologismo en el competitivo mercado de la información. Como si las palabras cotizasen en bolsa, subiendo y bajando puntos en función del rumor especulativo que las rodea, de su capital lingüístico y del deseo de uso y abuso que provocan.
Hace algunos años, en una charla con Sergi Botella y Eduardo Escoffet, este último comentaba cómo a través de la traducción de textos artísticos se podían localizar los hits conceptuales de cada año en Barcelona (y en el mundo). De lo abyecto y lo proteico a los dispositivos, la deconstrucción, pasando por la agencia, el empoderamiento, la micropolítica, el rizoma, la biopolítica, las políticas de los afectos, las derivas situacionales o el perenne dialogar de las cosas dentro de una exposición cuando no están (des)localizadas en algún otro lugar. Seguramente más de un traductor se habrá quedado con las ganas de poner notas a pie de página comentando malos usos y malentendidos en varios de estos conceptos, así como otros nos quedamos con las ganas de que muchos conceptos —como el de startup— desaparezcan del vocabulario habitual de los medios, disminuyendo la euforia del gadget de los últimos años.