Aurelia C. es una jubilada menuda que vive en el majestuoso Eixample de la Dreta, en un hermoso edificio modernista. Su piso de ventanas enormes, suelos bizarros cubiertos de enigmáticas cenefas, pasillos sombríos y habitaciones descomunales es el sueño de cualquier barcelonés que se precie.

Es viuda desde hace treinta años, de un Guardia Civil. Como resumen de sus años de matrimonio, Aurelia solo apostilla un escueto “al menos me quedó una buena paga”, con ese estoicismo que tienen las mujeres que fueron educadas para ser poco más que esposas, madres y punching bags de los avatares de la vida.

Lamentablemente, la pensión de viudedad no le ha dado a Aurelia la vida holgada que era de esperar. “Los perros de mis hijos me han dejado tiesa”, nos relata. “A buena hora los parí, debería haberlos ahogado al nacer.” Sorprende que esta anciana de semblante amable y delicadas maneras suelte estas perlas, pero Aurelia se defiende: “Ahora las mujeres no tienen hijos y no pasa nada, pero antes no había escapatoria. Y no veas lo que incordian”.
Le comento a Aurelia que eso no es exactamente así, que las mujeres aún tienen que luchar por vencer los estereotipos que las encasillan, pero me responde con un gruñido. “No me des la charleta, que no te he dejado que me hagas una entrevista para oír tus lamentos de chica moderna”, concluye con su frágil vocecilla.

Uno de sus tres hijos vive con ella. Su nombre es José, tiene 55 años y es sanador reiki. Ha instalado su consulta en el salón principal del piso, ya que según sus cálculos tiene el feng shui más favorable. A Aurelia no le queda más remedio que recluirse en su habitación o en la cocina cada vez que su hijo recibe a los clientes.

“Esta es la clase de mierdas con las que tengo que lidiar cada día”, nos confiesa la adorable anciana, “y no es la única.”

Aurelia también se tiene que hacer cargo de sus nietos a diario: ir a buscarlos a la escuela al mediodía, darles de comer, llevarlos de vuelta, recogerlos por la tarde y guardarlos hasta que sus padres salen de trabajar. “Una diría que con la cantidad de dinero que les he llegado a dar a estos ingratos se podrían permitir pagar a alguien para cuidarlos, pero se ve que hasta para esto son inútiles.”

Para colmo del resentimiento, otra de las hijas de Aurelia le ha propuesto vender su glorioso piso de l’Eixample. Según Aurelia, “ella dice que es por mi bien, aunque yo sé que esta zorra pretenciosa tiene la intención de meterme en un agujero y quedarse con todo el dinero”.

Para resarcirse del estrés que vive diariamente, Aurelia ha desarrollado un curioso pasatiempo: se dedica a dar por el culo allá donde va. “Como en mi casa no pinto nada y de mis hijos ya me he vengado en el testamento, de momento libero la mala leche con la gente en general. Por ejemplo, cada mañana voy al banco a actualizar la libreta y a pedir información de productos que no voy a contratar. Me encanta porque se forma una cola de tres pares de cojones.”

Entre otras actividades, Aurelia también roba todas las plantas que puede del Ayuntamiento, se cuela en la cola del supermercado, jamás recoge las heces de su perrita Linda, cruza los semáforos en naranja bien despacito, en los bares pide descafeinados de máquina cortos de café con la leche fría y mucha espuma, llama a la Guardia Urbana cada vez que a algún vecino se le ocurre poner música, y un largo etcétera de pequeñas acciones insolentes e irreverentes que hacen la vida de cualquiera que se le cruce un poco más miserable. Podemos describirlo como una performance del desquite, Aurelia ha elevado el resquemor a la categoría de arte.

Mientras prepara la comida para sus nietos, José está atendiendo a un cliente en el salón. Me ordena que suba el volumen del televisor. “No estoy sorda”, me susurra al oído con un brillo de maldad en sus tiernos ojitos.