Se viven tiempos revueltos en la ciudad condal. Tiempo de revoluciones, contrarrevoluciones, y vueltas a la rotonda para llegar al mismo sitio. En todo caso, todos en pie de guerra; momento de politización, fatídico para algunas, onírico para otras. Hay quienes empuñan la democracia y baten huevos; otros blanden la espada de la justicia, que, justa o no, tiene la fuerza de mil bueyes. Se cuelgan carteles, suenan cacerolas. Fuego y hielo en las tertulias, en los bares, y en algún que otro ascensor de centro comercial. ¡Rupturista! ¡Egoista! ¡Antidemócrata! Y banderas, muchas banderas: no hay nada más simbólico. Trapos con colores distintos que vuelcan los deseos personales en un todo mayor. Jodido si eres daltónico. Quizá fueron los primeros escépticos.

La ciudad está volcada en el conflicto. O en la política, si existe la diferencia. Porque aquello que nos contó nuestro cuñado, aquello sobre cómo el consenso nos trajo la Salvación en forma de texto después de que todos nos fundimos en un abrazo fraternal no se lo cree mucha gente. Las banderas, decíamos, adornan los balcones. Unas predominan en unos sitios, otras en otros sitios. Seguro que habrán acertado la excepción: ¿por qué hay tan pocas banderas en el Upper Diagonal?

El término medio entre dos banderas es ninguna bandera.

Sí que encontramos algunas en Sarrià y Sant Gervasi. Jóvenes convergents que, despojados de la necesidad de alimentar al monstruo, sueñan con quedarse con todos los palitos para ellos. Y con ello, una estelada de punta a punta en el balcón. A su lado, y a reacción del primero, surge como un bolet la bandera de España. La buena, la Constitucional. Alguien tiene que poner orden, piensa la vecina. Pero hay más de las primeras que de las últimas, sin duda. Pero no hay muchas. Los más divertidos son sin duda los transversales: señera y rojigualda juntas, como tiene que ser. Que aquí hay gente que comemos calçots y nos gustan los toros. Y todos contentos.

Llegamos a Pedralbes, hijo pródigo del Upper Diagonal y heredero al Trono de los Siete Reinos. Y se llega con ciertas ganas, pensando: “Joder, ahora sí que me voy a encontrar lo bueno. Banderas con pollos, banderas con toros, con bigotes de Aznar o con la cara de Pablo Motos. Escudella de facherío”. Pero no. No hay banderas, no hay conflicto, no hay fracturas. ¿Cómo puede ser? ¿No se supone que deberían estar todos llamando por teléfono al 155 esperando un Nuevo Amanecer? Craso error. Nunca menosprecies a un Upper, y menos en su Tierra Santa. Tienen esa condición que distingue a los superhombres como Rajoy; adaptarse, resistir, sobrevivir. Cuenta la leyenda que residen en nuestras tierras antes incluso que el primer Australopithecus. Siempre hallan el camino recto. Tienen sus valedores; leedores de Aristótiles, saben que la virtud se encuentra en el término medio, interpretando a su vez que el término medio entre dos banderas es ninguna bandera. O hay quienes se inspiran en Francisco Franco Bahamonte, que decía: “Hagan como yo: no se metan en política”.