La palabra gentrificación está muy de moda en Barcelona desde que empezaron a subir vertiginosamente los alquileres de los pisos y locales hace ya varios años. Parece que cualquier “mejora” en un barrio causa este problema, sea la reconstrucción de un mercado municipal, la creación de un carril bici, o el mantenimiento de calles y plazas.
Pero la gentrificación de hoy tampoco es lo que era originalmente. Cuando la socióloga británica Ruth Glass inventó el término en 1964, fue para describir una transformación que estaba ocurriendo en antiguos barrios humildes de Londres donde se estaba instalando una clase media creciente, desplazando así a los vecinos de clase obrera hacia otros barrios. En realidad, no era la primera vez que estaba ocurriendo este fenómeno, ni mucho menos: existió ya en ciudades romanas antiguas. La única diferencia es que en los 60 se empezó a ver como una injusticia. Antes simplemente se daba por hecho. También puede ocurrir lo contrario: en Detroit, Estados Unidos, en la época de “white flight”, barrios de clase media-alta fueron abandonados porque sus vecinos decidieron vivir más alejados del centro, en el que crecía la delincuencia.
Lo que ha cambiado sobre todo es el perfil del “gentrificador”. Los que se instalaban en barrios humildes en los 60 eran generalmente amantes de arquitectura popular vintage (¿los primeros hipsters?). Reparaban casas antiguas a punto de caer para vivir en ellas, rescatándolas así de un movimiento “urban renewal” burocrático-corbusiano que tenía cierta tendencia a demoler todo lo cutre para reemplazarlo con un urbanismo racionalista a gran escala (muchos eran lectores del libro The Death and Life of Great American Cities, de Jane Jacobs). Si estos aficionados al bricolaje no reparaban casas antiguas nadie lo iba a hacer en aquella época. El hecho de que las casas subieran de valor fue fruto de su inversión y trabajo, cosa que además hizo que estos barrios se convirtiesen en deseables. Aquello fueron consecuencias más que intenciones.
Sin embargo, hoy un gentrificador es una empresa multinacional promotora-especuladora que no tiene afición alguna al patrimonio arquitectónico sino al beneficio financiero. Su intención no es sanear una casa antigua para vivir en ella, sino para venderla o alquilarla al mejor postor. Y si puede ser una finca entera mejor todavía, en cuyo caso vale todo para sacar al inquilino de antiguo régimen. También es cierto que es muy difícil reformar íntegramente un edificio antiguo sin vaciarlo completamente.
Los edificios antiguos tienen este problema: en muchos casos sufren patologías que requieren reformas integrales. Cuando la conservación del patrimonio arquitectónico no forma parte, a la vez, de una política gubernamental de vivienda social, sino que depende mayoritariamente de capital privado, entonces la situación que conocemos —o se conserva el vecindario en edificios ruinosos, o se reforman edificios desplazando al vecindario— es inevitable. Dejemos, por tanto, a los pobres hipsters en paz: la culpa la tiene el sistema.