Una ciudad puede contener en su interior, con trucos que conocen muy bien en otras ciudades europeas con las que Barcelona querría compararse, elementos para una pedagogía urbana, que eduque al ciudadano y le haga sentir orgulloso del pasado de los muros donde vive.

En París, Roma, Berlín o Londres abundan las placas conmemorativas que informan de quién nació en el inmueble o de si en ese lugar ocurrió alguna efeméride importante. En la ciudad eterna hasta hay placas con recorridos cinematográficos que hacen las delicias del transeúnte. Aquí tenemos poco de eso y una miserable idea del patrimonio que parte de la dualidad entre BCN, la marca querida por el ayuntamiento, y Barcelona, el espacio por el que circulamos cada día, la vida pura y dura que articulan las personas que pisan la calle.

 

Ello lleva a dos factores brutalmente cínicos: la consolidación del parque temático y la exaltación de dos valores concretos de éxito como son el modernismo, más desconocido de lo que pensamos, y el Fútbol Club Barcelona, activos útiles para vender imagen mientras se sepulta un pasado, víctima de la crisis, la desidia de los de a pie y la ignorancia política, sin ningún tipo de interés en preservar y sí en expandir desde parámetros que nada tienen que ver con lo humano.

El Sandor. Su adiós suena más suave porque no entra en la esfera de lo que se considera moderno, huele a rancio.