Me encanta ver cómo, fanzine a fanzine, un autor va mejorando su técnica, puliendo su propio estilo y encontrando su voz personal. Esta es una de las maravillas de este formato, pues la libertad de edición permite vislumbrar cómo los inicios más mediocres —una mediocridad brillante al hacerse, precisamente, pública— mutan hacia ese punto genial en el que un autor se consolida y logra definir su obra.
Con todo esto quiero decir que no sé exactamente qué coño ha hecho Laura Endy, pero tanto sus dibujos como la composición de sus páginas han mejorado una barbaridad y han encontrado su propio estilo, más cercano al tradicional cómic underground americano o europeo. De esta forma, sus cómics se centran más en las historias y los personajes y se liberan de esa estética impostada con la que a veces acompañaba sus tebeos, con esos trazos y composiciones poco figurativos que la emparentaban con peña como Patrick Kyle o C. F. —autores que seguro que admira, como admiramos todos y que creaban un pastiche un poco extraño y poco creíble y, lo más jodido, poco sincero.
Todo eso se ha terminado y en sus nuevos cómics la narración coge más fuerza; Laura Endy concreta la propuesta formal hacia terrenos mucho más comedidos, pero también más efectivos. De todas formas, pese a no tener páginas con pretensiones estéticas, sus últimos fanzines desprenden una calidad gráfica sublime, cosa que sumada a la forma en la que narra sus historias —con la clásica organización en viñetas que avanzan de izquierda a derecha— genera una lectura agradable y envolvente. Joder, parezco un crítico de cómics real con toda esta mierda de texto que acabo de escribir.
En fin, seguid a Laura Endy porque cada día sus dibujos e historias son mejores y siempre nada en ese extraño mar de lo naïf y lo triste que tan bien logra reflejar.