“¡Qué descansada vida la del que huye del mundanal ruido!”, escribía Fray Luis de León cual pixapins de paseo por La Garriga un domingo cualquiera. La sensación de escapar del Born a un sitio tranquilo es como cuando hay un rumor de fondo del que no eres consciente hasta que se para en seco, solo que en lugar de un rumor es un acordeonista, un trompetista, el del aro gigante con la canción de Amélie a todo trapo, el imitador de Michael Jackson, el mago, los de la capoeira, la de los hula hoops, el saxofonista y otros muchos espontáneos que circulan por las terrazas colándose con su sonido hasta el fondo de casa sin que les abras la puerta.

Pero si te colocas en medio de la calle con un altavoz para que se te oiga bien del Llobregat al Besós, entenderás que los vecinos te miremos mal cuando bajamos a comprar el pan.

Como gran aficionado a la música que soy, tengo un constante dilema interior sobre mi sentimiento hacia la gente que se gana la vida con ello como buenamente puede, aunque hago distinciones. Y no me refiero a la calidad artística del espectáculo en cuestión, sino a la consideración del espacio compartido con otras personas. Es decir, si quieres sacarte unos euros haciendo trucos de magia con música de fondo, procura que el volumen sea suficiente para tu audiencia en la terraza y que sean ellos quienes juzguen tu talento cuando haces levitar servilletas de papel. Pero si te colocas en medio de la calle con un altavoz para que se te oiga bien del Llobregat al Besós, entenderás que los vecinos te miremos mal cuando bajamos a comprar el pan.

Pero el runrún en las calles del barrio durante la temporada estival no se queda ahí. La canción del verano en el Born tiene dos elementos constantes, como el autotune en el trap o el machismo en las canciones de Maluma. Me refiero a los silbatos de las despedidas de soltera y a los timbres de las bicicletas turísticas y de los Segways (¿hay algo más humillante que ir por la calle y que un Segway te pite para que le dejes pasar?).

Si los artistas callejeros tienen la excusa de querer ganarse unas monedas con ello, ¿qué oscura motivación lleva a los turistas a tocar el timbre de la bici cuando no hay nadie a su alrededor? ¿Qué mecanismo de recompensa se activa en el cerebro de tu amiga, la que se va a casar, cuando tocas el silbato muy fuerte?

En ocasiones fantaseo con que el BCN World sea una réplica de la ciudad a medio camino entre el Poble Espanyol y Marina d’Or, donde vaya a parar el turismo chungo y sus consecuencias, y que la Barcelona real vuelva al nivel de decibelios de hace algunos años. Pero como dudo que se dé el caso —y tampoco deseo el mal a los vecinos de Salou y Vilaseca—, este año estrenamos aire acondicionado en el piso, para aliviar el calor, pero también para poder cerrar las ventanas y tener un poco más de calma dentro de casa. Ya que la gente parece no entender la contaminación acústica como un problema, al menos cargarán con mi pequeña contribución al cambio climático sobre su conciencia.