En los últimos 15 años he vivido en Londres, en Madrid y en Barcelona, en todo tipo de barrios. He hecho de todo sin control ni conciencia, siempre sin molestar al prójimo, y más de una vez me he quedado dormido en un portal o un banco del parque, pero jamás me han robado la cartera o atracado, a lo sumo me han birlado el móvil —y ni siquiera estoy seguro, lo más probable es que lo perdiera—. Sin embargo la policía me ha puesto varias multas injustificadas —no tengo carnet de conducir y alguna, que no cuento, sí era merecida— y los bancos me han sacado miles de euros en comisiones, intereses y operaciones injustificadas.
Se supone que policía y bancos están para protegernos, eso me han enseñado toda mi vida, lo entiendo, pero, haciendo cálculos, no puedo evitar preguntarme de quién, de qué ejércitos bárbaros que aguardan frente a las murallas de qué ciudad, preguntarme quién es el ladrón y quién la víctima. Algo hay aquí que no termina de encajar. Algo torcido. Como si el vigilante que contratamos para cuidar nuestra casa se hubiera convertido en carcelero, como si el general al servicio del pueblo hubiera dado un golpe de estado y nadie se hubiera enterado.
—¿Estás enfadado?
No, estoy reflexionando. Déjame seguir… También creo que seguramente dure más de lo que duraré yo. Incluso, puede que más que nuestros hijos y que entierre a dos o tres generaciones exhaustas. Pero no durará más que esta casa, no más que aquel árbol, no más que los vencejos que pasan, ahora mismo, rozando los aleros. Y muchísimo menos que los muros de canto rodado que alzaron, hace siglos, manos desconocidas para separar los prados, que esta ciudad de palacios antiguos que fue de tantos, que las caricias y los besos, que los dolores del parto, que el miedo, el insomnio, la alegría y el rastro de un caracol brillando bajo el sol cualquier tarde de verano, que un libro o una canción hermosa. Seguramente dure más que yo. Incluso, puede que más que los hijos que aún no tengo. No lo dudo. Pero el capitalismo es sólo una brizna en la Historia, una anécdota sin importancia en el fluir del tiempo, y pronto, muy pronto, será olvidado. No es más que un floppy disk tirado en el bosque. No es más que un oscuro Dios pagano, del que nadie recordará el nombre, dibujado en la pared de una cueva.
—Ah, ya entiendo. Estás enfadado porque el otro día por la noche, en Madrid, te pusieron una multa por mear en la calle y creías que eso sólo lo hacían los mossos en Barcelona.
No, no es por eso. O al menos no sólo por eso. Sí, me jode que me hayan puesto una multa en Madrid tras once años de miccionar impunemente en las esquinas, cuando en Barcelona me pusieron tres en dos años y creía que era cosa de esa espantosa ley del civisme para recaudar dinero y tener a los corderos asustados. Pero no es sólo eso. Es la sensación de que los delincuentes, los clientes, los protegidos y las víctimas, todo al mismo tiempo, somos nosotros.
—Puede ser, pero aguántate y deja de hacer pipí cuando estás borracho, anda, revolucionario.
—Dejaré de beber tanta cerveza, mejor.