A medida que sube el precio de la gasolina un silencio raruno se extiende por las calles de D.F.

Día 4 de enero. Apenas superada la resaca de fin de año (sí, ya estoy en ese punto de la vida en el que mis resacas son más épicas que mis borracheras), salgo a la calle sin más plan que el de ir a comprar cosas verdes que le devuelvan la salud a mi hígado. A medida que voy subiendo por la calle Francisco Murguía me doy cuenta de que algo no va bien: las tiendas están cerradas, las pocas personas con las que me cruzo andan a toda prisa y hay un silencio de amanecer de domingo en Passeig de Sant Joan que no le pega nada a la colonia Escandón un miércoles al mediodía. ¿Será festivo en México y yo no me he enterado?

Intrigada (y un poco obsesionada por cumplir mi misión de dejar de sentirme el deshecho humano que no ha puesto un pie en la calle en tres días), doblo la esquina hacia José Martí, que vendría a ser la Travessera de Gràcia de mi barrio mexa, con la esperanza de que la aleatoria decisión de doblar una esquina restablezca el orden natural de las cosas. A veces ponemos mucha esperanza en gilipolleces. Obviamente, la raruna atmósfera que parece impregnar el barrio se densifica en su arteria principal. El silencio ha dado paso a una especie de murmullo colectivo de corrillos de vecinos, que se forman y se disuelven como enjambres de abejas, y de tiendas que cierran a todo correr como en efecto dominó.

Como os podréis imaginar, esta servidora empieza a estar algo acojonada, aun así intento que el pánico irracional no me despiste de mi cometido y sigo andando decidida. ¡Qué coño! ¡Necesito unas putas espinacas que me devuelvan el respeto por mí misma y las necesito ya! De pronto, un par de chicas que me han adelantado corriendo, se paran a unos tres metros de mí frente a una taquería y le gritan al dueño que se apure, que ya están llegando. “Disculpad, ¿quiénes están llegando?”, les pregunto a las nenas, harta ya de tanto misterio. Me responden al trote y sin apenas mirarme que los que están llegando son los saqueadores; “¡Están saqueando todas las tiendas, güera!”. Debe ser digna de ver la cara de emoticono que se me habrá quedado. Bienvenida a México en la era del gasolinazo. No hace falta decir que regresé a mi casa a lo Speedy Gonzales, olvidándome de las espinacas y de mis white-people problems de autoestima. Es lo que tiene el canguelo ante la posibilidad de toparse con un grupo de ladrones armados, que te quita toda la tontería de golpe.

A todas aquellas que estéis un poco al corriente de la actualidad internacional supongo que os sonará el desdichadamente popular gasolinazo. Si no os suena de nada pues yo os lo cuento, que para eso estamos. A grandes trazos, el pasado 27 de diciembre el presidente Peña Nieto anunció que el precio de la gasolina se incrementaría entre un 14% y un 20% a partir de enero de 2017 con el objetivo de liberalizar el sector.

La respuesta del pueblo mexicano ante tal robo no solo se ha traducido en protestas multitudinarias, como cabría esperar, también los saqueos, los asaltos a gasolineras y la pólvora han campado a sus anchas por unos días a lo largo y ancho del país.

En el momento de escribir esto, parece que la resignación ya se ha adueñado de nuevo de un pueblo demasiado acostumbrado a ser traicionado por sus gobernantes. Y no puedo evitar recordar las manifestaciones a las que he ido, como quien va a pasar la tarde de paseo, para hacer bulto y beber Xibecas, y que ni siquiera corriendo frente a un furgón de los Mossos he sentido el miedo y la indefensión que pueden llegar a sentir los mexicanos un miércoles cualquiera al mediodía.