Cuando llegué al D.F., una barcelonesa que vive aquí ya hace cuatro años me recomendó que empezara a hacer yoga o me enfadaría muchas veces. Prejuiciosa yo donde las haya, desestimé el consejo echando mentalmente a mi interlocutora en el saco de las hipsters pazguatas que viven para actualizar su Instagram con fotos de sus desayunos de tostadas con aguacate.

Pero mira por dónde, la muy perra tenía razón. Navegar por esta ciudad enmarañada requiere de dosis de paciencia infinitas, no solo por sus olas de tráfico caótico, sino por la calmosa actitud de sus habitantes, que pareciera viven ajenos al bullicio que ellos mismos provocan.

La gentileza extrema de los mexicanos es de las cosas para las que una tiene que respirar profundo y contar hasta diez. Esperar en tiendas, bancos, bares, restaurantes o donde sea porque el que te tiene que atender está gentilmente despidiéndose de otro cliente es de lo más normal. Tampoco esperes que te respondan los e-mails con premura, ni siquiera los urgentes, pero no olvides jamás que cada vez que escribes uno hay que encabezarlo con un “Hola, ¿cómo está? Espero que este correo le encuentre bien y que esté disfrutando de su día como nunca jamás había soñado”. Y casi se aplica la misma premisa en los whatsapp. Resulta muy bruta nuestra forma ibérica directa de retomar conversaciones, dando por hecho que ya nos saludamos en un punto pretérito y que ciertas cordialidades no vienen a cuento de nada.

El famoso “ahorita” es el paradigma de la definición del tiempo a la mexicana. No hay horas para nada y hay tiempo para todo: la gente come en cualquier momento, se emborracha en cualquier esquina y trabaja al ritmo que le da la real gana. Pero el comer es lo más importante. Hay puestos de tacos, tortas, flautas, enchiladas y alambres para aburrir, y nunca sabe una si los comensales desayunan, comen, meriendan o cenan, cosa que me encanta, porque mi espíritu de gorda tampoco entiende de horarios cuando le entra el gusanito.

La puntualidad tampoco es un valor al que le den importancia desmedida. Llegar tarde a un encuentro formal, pongamos por ejemplo la firma del contrato de un piso (modo autobiográfico ON), no es sinónimo de falta de respeto ni nada de eso con lo que me tenían frita la cabeza en Barcelona. Shit happens, los apacibles mexicanos lo saben y no serán tan impertinentes como para echártelo en cara. Al contrario, te reciben con la misma placidez que si hubieras llegado cinco minutos antes. ¡Qué maravilla de relajo! Como yo siempre he defendido, una no llega tarde porque quiere, sino porque las circunstancias se descontrolan. ¿A ti nunca se te descontrolan? Pues qué suerte la tuya, bonita.

Y para reuniones informales ya ni os cuento; la norma general es que nadie llegue con menos de una hora de retraso. ¡Mi paraíso! Eso, si se presentan, porque los mexicanos consideran que es más cortés decir que vendrán y luego darte el plantón, que rechazar de cuajo una invitación.

Decir “no” les cuesta hasta el absurdo. Excepto en los supermercados, donde, indefectiblemente, si preguntas por algo jamás lo tienen. Pero supongo que esto se regirá por alguna especie de protocolo jerárquico no escrito en el que la norma “trabajar como me da la gana” es superior a la norma “decir ‘no’ es de mala educación”. Obviamente esto ya me tiene más mosca, pero como yo soy muy de cultivar las ventajas del no, lo respeto. Total, no tengo otra cosa que hacer más que deambular sin rumbo por un supermercado mexicano hasta dar con lo que estoy buscando. No sé si esto significa que he triunfado en la vida o debería considerarlo un punto de inflexión. Supongo que la lucidez para comprenderlo ya me vendrá en algún pasillo entre los abarrotes y el menaje de hogar.


(*)Desde hace ocho años, Judith es columnista de BCN Més. Se mudó de Barcelona a D.F. a principios de septiembre y está en plena fase de aclimatación.