Si en la última entrega pudimos disfrutar de la clase in situ de Cata para manufacturar su Bánh Mi, en esta ocasión lo que aconteció fue si cabe aún más espectacular. Tener como profesor particular a una de las jóvenes estrellas de la panadería artesanal barcelonesa no está al alcance de todo el mundo y es algo que he de agradecer a esta humilde pero estimadísima columna. La tarde que pasé junto a Tonatiuh Cortés en su gran obrador de la calle Rosselló quedará sin duda para los anales de las jornadas épicas de este gastroblogger al fuego. Un fuego de leña de verdad que no se apaga prácticamente nunca, en un horno que sigue dando guerra desde hace 90 años y donde se elaboran todos los productos de la misma forma artesanal de siempre, añadiendo a la metodología unos ingredientes de primera categoría.

Me puse mano a mano con el maestro Cortés a elaborar unos cinnamon rolls según la receta adaptada de los clásicos. Un poco de customización, improvisación y alquimia a partes iguales pero ante todo el reto de aprender los secretos, que no revelaré al completo por supuesto. La receta principalmente consta de harina panificable, levadura fresca, azúcar, mantequilla, sal, huevos y leche en lo que a la masa se refiere, añadiendo para el relleno y en otra mezcla independiente, azúcar moreno y canela. Mucha canela, que huela la casa bien y para siempre. En los ingredientes lo importante es la calidad, pero evidentemente, como pueden suponer y conociendo esta columna, acabamos comprando los ingredientes más tirados en el súper de nuestra calle con visita incluida a un badulaque del barrio y de urgencia para rectificar uno de los pasos…

Tonatiuh me dio dos consejos básicos antes de iniciar la sesión. El primero fue “deberías haber empezado por algo más sencillo”, intuyendo claramente mi incapacidad ante lo que podríamos considerar una mezcla entre panadería y repostería… Sólo he hecho pan dos veces en mi vida y jamás horneé algo parecido a un cinnamon roll. Nos van los retos y los negados como yo tenemos derecho a soñar. El segundo consejo fue “paciencia, mucha paciencia con las masas, tienen que reposar lo que toca”, intuyendo seguramente cómo he elaborado normalmente estas recetas, improvisando, a salto de wok, pero sin que ello fuera una opción en esta ocasión dado lo alquímico de la receta. Esa alquimia deriva de un concepto clave cuando se hace pan o algún derivado: el porcentaje del panadero. Una especie de regla de tres básica en la que los ingredientes van en relación a la harina como elemento primordial. Todo medido, todo exacto, con tu báscula digital que se pone a cero cada vez que vas a añadir un ingrediente. La primera regla del club del panarra es que no se salta la regla del panarra.

Mezclamos todos los ingredientes en un gran bol excepto la mantequilla, que va al final y a temperatura ambiente para que esté algo blanda, pero no derretida. Con todo bien junto, hay que amasar hasta conseguir una suerte de pelota que ni sea pegajosa ni quede muy líquida. Añadir la mantequilla y volver a lo mismo. Dejar reposar una hora. Aquí el primer problema. Mi masa casera quedó demasiado húmeda. Visita dominical al badulaque a buscar harina para añadir, cosa que debe estar prohibida por la Convención de Ginebra, pero pasamos de todo como la UE. Había que arreglar el desaguisado e intentar recrear lo que hicimos en Cloudstreet aunque fuese complicado. Para el relleno, azúcar moreno de Oxfam y canela en polvo en cantidades ingentes. Se coge la masa ya reposada, se maltrata con el amasador en la mesa y se deja bien fina en forma rectangular (pueden utilizar el cortapizza, si son ustedes más abstractos en las formas). Encima del rectángulo se espolvorea una capa de la mezcla de canela y azúcar reservando una fina tira debajo sin nada, para poder sellar. Entonces llega la fase manitas porque toca enrollar ese rectángulo para conseguir un rollo gigante o anaconda dulce de los dioses que cortaremos en pequeñas porciones de unos dos dedos de ancho. Una vez tenemos los rollos sin hornear los dejamos reposar un par de horas. La paciencia. Y ahora llega la parte final. Pasadas esas 2 horas, al horno unos 10 minutos a 180 grados. ¿Y qué tenemos? Pues dependerá de su destreza principalmente. La mía, limitada, da como frutos unos cinnamon rolls bastante rechonchos y algo Bruce Banner a lo panadero sin la alegría del original que queda a años luz. Es una primera vez, lo sé y aunque no me gusta fracasar (cualquiera lo diría leyendo esta columna) sé que estoy en el buen camino. Tengo un buen maestro y sé cómo utilizarlo.