Barcelona es una superpotencia mundial en la generación de talentos deportivos, en la creación de iconos artísticos, de grandes humoristas, de figuras arquitectónicas, de estrellas de la gastronomía, del vanguardismo activista, y de básicamente cualquier otra cosa que signifique estar entre lo más trendy y lo más cool. Es una ciudad moderna, con un cuidado urbanismo, diseñada para gustar, que se distancia, a su pesar y para su propio regozijo, de la tendencia baturril que impregna el resto de Iberolandia. Pero esto no es un panegírico, como podría parecer. Si las cosas son así, lo son por algún motivo, y los motivos nunca son superfluos ni están desprovistos de grandes revelaciones ocultas.

 

Barcelona, en su moral colectiva, es, o quiere ser, “assenyada”. Marca una tendencia y la sigue a rajatabla, a costa de ser verdaderamente lo que defiende. Pondré un ejemplo, para justificar mi tesis de café con leche y churros: El panorama musical. Es un tinglado conocido y mis argumentos son típicos, pero no por viejo un problema deja de ser un problema.

 

Una sociedad entregada al arte, apocada a la apreciación de la belleza sónica, embriagada por la armonía de sus autóctonas sirenas. Una sociedad como esta no podría vivir en Barcelona. Primero, no hay suficientes locales musicales. Luego, los que hay no pagan suficiente a los músicos, y por último, y lo más grave, no hay suficiente público.

 

Barcelona escucha a los Manel, Antonia Font, els Amics de les Arts. Yo soy incapaz de discernir los unos de los otros. Y aunque respeto a la gente que escucha esto, seguro que entenderán que la música abarca más
que tres acordes y una letra pomposamente ambigua. En Barcelona hay supermúsicos. A principios de milenio se estableció una enriquecedora relación de intercambio, Barcelona- Nueva York, dos ciudades que sintonizaban en espíritu. Jorge Rossy, Kurt Rosenwinkl, Gary Willis, Brad Meldhau, Jeff Ballard…. Son algunos de los músicos de talla mundial que han frecuentado el Jamboree, que en otros años fuese un verdadero hervidero de jazz, con Tete Montoliu, Wes Montgomery…

 

¿Qué es lo que ha pasado? Seamos sinceros. No nos interesa. El pop español/catalán es como una pizza Tarradellas. Escuchar Macaco o Estopa es zamparse una cuatro quesos prefabricada, cosa que puedes hacer un par de veces al mes, pero si lo haces cada día conseguirás que tu alma y tu dietista acaben entrando en cólera. Y eso no es lo peor, al fin y al cabo sólo estás autodestruyéndote, estás en tu derecho. Lo peor es lo que comporta la suma de individualidades
maltrechas: una sociedad atolondrada que premia la vacuidad. Usamos la música como una droga, como un sálvame de lux. Una cápsula de evasión inmediata. En cierto modo es como una película de Quentin Tatantino: la sangre de diseño y las palabrotas guionizadas venden más que las historias sesudas o sensibles o profundas. Incluso, en un órdago al sentido común, se tilda de “pedante” y “pesado” a los artistas que se alejan de la glorificada radiofórmula del mainstream.

 

En el Harlem Jazz Club pagan 40€ a los músicos que actúan (en el mejor de los casos, yo he llegado a cobrar 30). En el Jamboree pagan 80€ (dos pases de hora y media). En el resto de locales la cosa fluctúa entre el 0 y un tope de 50€. Además tienes que garantizar que llevarás gente que pagará 10€ por un cubata. Estos suelen pagar a taquilla, en función de las entradas vendidas y un porcentaje de la barra, totalmente indemostrable e incontrolable. En definitiva, la cosa es muy miserable. Los empresarios más avispados organizan jam sessions. Músicos de mucho nivel abren un pseudoconcierto, cobrando “lógicamente” menos, y van invitando a la gente a tocar con ellos. La gente que sube suelen ser otros músicos de igual nivel, que recibirán, otra vez en el mejor de los casos, una cervecita de recompensa.

 

Así están las cosas. ¿Qué ocurre cuando el panorama es tan despiadado? Los propios músicos se imbuyen de esta lacerante abulia y acaban sacando los dientes al resto de músicos. Todos reclaman su espacio dentro del reducido espectro y cuando lo han conseguido hacen lo que sea para mantener intacta su miseria como si fuese la chapa de un Ferrari. Ser músico es un deporte de riesgo, que si quieres practicar debes haber entrenado toda tu vida, mantenerte en forma, prepararte a cargar cacharros y seguir preparando tácticamente el repertorio de cada nuevo partido. Compites tanto con el público como con los otros músicos, y cuando has ganado te queda el jefe final, el dueño de la sala. Es una lucha titánica que los más resabiados justifican con la irritante frase “al menos haces lo que te gusta”.

 

Haz lo que te plazca, pero si tienes un hijo ponle por las noches el “Quiet” de Oscar Peterson. Quizás en unos años todo sea diferente, pero mientras crecen los milagros y los enanos habrá que irse con la música a otra parte.