Muchas de mis amigas me acusan sistemáticamente de que no me prodigo en Facebook. Lo que me sorprende es que, cada vez más, sus acusaciones tienen tintes de reproche, como si el hecho de que no esté al tanto de todas sus actualizaciones fuera una suerte de traición o de desinterés imperdonable hacia su persona. Incluso me he llevado alguna regañina por tener mi perfil algo descuidado, del mismo tipo que la que te echa la amiga que viene a verte a casa a las tres de la tarde y descubre que aún vas en pijama. “Hoy no te has mirado en el espejo antes de salir de casa, ¿verdad?” o “¡Hace un año que me pediste el taladro para colgar ese espejo y aún lo tienes en el suelo!” están en la línea de “A ver si nos conectamos a Facebook, ¿eh? Que esa foto de perfil la tienes desde las navidades pasadas…”.

 

En realidad, creo que lo que me echan en cara mis amigas es que las aburro. Entramos en Facebook esperando que nos sorpendan con vídeos interesantes, comentarios ingeniosos, fotos divertidas y cotilleos de lo más variados, cualquier cosa que nos rescate por un instante del aburrimiento existencial en que nos sume nuestro trabajo, que nos dé tema de conversación para más tarde o que nos dé la oportunidad de participar y sentirnos aceptadas. Yo, la verdad, poca emoción ofrezco en Facebook, salvo durante las fechas cercanas a mi cumpleaños, para el que suelo currarme un evento incluso con una semana de antelación y le voy metiendo chicha para mantener la cita viva en el cerebro de mis invitadas. Una vez cumplida la misión, vuelvo a desaparecer del Caralibro, con las neuronas exhaustas por el despliegue de habilidades sociales virtuales que han tenido que elucubrar, las pobres.

 

Y es que por más que lo intente, el Facebook me agota mucho y, aunque me encanta tenerlo y que esté disponible para mí en cualquier momento, no soy capaz de tejer con él una relación cotidiana satisfactoria. Preparaos que tengo mi propia teoría al respecto de este fracaso, y tiene mucho de confesión de cristiana arrepentida: el problema es que esta red social saca lo peor de mí. Me saca la fisgona, la envidiosa, la procrastinadora, la narcisista, la perezosa, la impaciente y todas esas señoras feas que tengo dentro, hibernando en mayor o menor mesura, y que esperan impacientes su turno para atentar contra mi autoestima y mi dignidad. ¿Cómo es posible que no me sienta nunca generosa o trabajadora cuando estoy usando el Facebook? ¿Será que no lo soy? ¿Seré peor persona de lo que creo? Por ejemplo, el otro día me descubrí cotilleando el perfil de un compañero de instituto con el cual estoy segura de no haber cruzado más de 4 o 5 frases en toda mi vida y, encima, ¡lo miraba con burla soberbia! ¿Pero quién soy yo para juzgar a un prácticamente desconocido del que solo sé que le encantan los puzles y se siente orgulloso de su última adquisición de 3.000 piezas? Por lo menos tiene un hobbie honesto, no como otras, que se dedican a ir fisgoneando perfiles para sentirse superiores.

 

Otro ejemplo, las fotos: son la perdición total de mi señora narcisista. Como me etiqueten en una foto, que no quepa duda que voy a mirar ese álbum por lo menos unas veinte veces, lo cual es maravilloso también para mi señora procrastinadora, no hace falta explicar porqué. “Uy, ¡qué tarde se me ha hecho! ¡¡Tengo que escribir mi columna para BCNMes!! Pero antes, déjame ver de nuevo esas fotos del concierto del otro día, que son muy divertidas.”

 

Es verdad que no me hace falta el Facebook para procrastinar o alimentar mi narcicismo, también consigo explotar estas facetas mías sin necesidad de conectarme, pero, vamos, es clicar el botón de acceso azul y empieza el descontrol. La aventura puede terminar dos horas más tarde con los ojos puestos en el álbum de fotos de la boda de una amiga de una amiga de una amiga que, cándida ella, no ha puesto ningún filtro de privacidad para evitar absurdas visitas como la mía. Di que sí, simpática desconocida de Burgos, con tu inocencia haces que este mundo sea un lugar un poquitín mejor.

 

Así que, amigas, cuando os quejéis porque no os he comentado un enlace o no os he respondido un mensaje privado, pensad en todo esto que os he contado. Entrar en Facebook es tan duro para mí como enfrentarse a su retrato lo es para Dorian Gray. Y no sintáis lástima por mí, quizá haya otras redes sociales que no necesiten de usuarios de espíritu tan elevado y donde las burdas pecadoras como yo puedan redimirse. Será cuestión de ir probando, quién sabe en qué red encontraré finalmente la paz y la posibilidad de interactuar con otros usuarios sin que medie la ruindad entre nuestros perfiles.