La primera crítica en Amazon del libro Solo el silencio de R. J. Ellory, firmada por Nicodemus Jones, decía que era una “obra maestra moderna”, con “párrafos y capítulos que me dejaron boquiabierto: unos eran emocionantes, otros los leí sin darme cuenta, otros eran poéticos, lánguidos, y solo se apreciaban en profundidad después de leerlos dos o tres veces… Es sin duda un libro magnífico”.

R. J. Ellory debió de alegrarse por una primera crítica así, pero apostaría la Sagrada Familia a que no se sorprendió: él mismo la había escrito bajo el pseudónimo de Nicodemus Jones. Su actividad de crítica clandestina no acabó allí. También dedicó sus esfuerzos a redactar textos mordaces y destructivos sobre los libros de otros colegas, creando incluso conversaciones dignas de Pessoa: se respondió a sí mismo con comentarios bajo el nombre de Roger y bajo su mismo nombre. Al final lo descubrieron. Tuvo que pedir perdón: otro ejemplo de la degradación moral que provoca la búsqueda del éxito.

Un paseo por las librerías da cuenta de la avidez lectora por estas cuestiones. Libros con títulos artificiosos prometen revelarnos los misterios del éxito, con métodos únicos, con sistemas, con programas: si en algo parecen estar de acuerdo es que el éxito está al alcance de cualquiera. Si no tenemos éxito es porque no lo queremos con suficiente fuerza (nos falta voluntad), porque no trabajamos bastante (somos vagos) o porque no tenemos este simple y fácil método (somos idiotas) que, por solo unos pocos euros, señoras y señores, nos hará triunfar.

El éxito, por su propia naturaleza, no puede ser habitual. Está fuera de lo común. Es una excepción, no tiene método, ni regla, ni ley, ni programa, ni secreto, ni misterio.

Entre ellos, destacan los que nos prometen tener más tiempo. Pero ya debe de hacer casi un siglo que el británico Arnold Bennett escribió Cómo vivir con veinticuatro horas al día, un librito con todos los secretos del éxito que podría ser una versión utilitarista de Marco Aurelio. Nos cuenta, por ejemplo, que el éxito, por su propia naturaleza, no puede ser habitual. Está fuera de lo común. Es una excepción. Es decir, no tiene método, ni regla, ni ley, ni programa, ni secreto, ni misterio. A la basura con todos esos libros.

Bennett escribe frases maravillosas sobre el tiempo: “Nunca tendremos más tiempo. Tenemos, siempre hemos tenido, todo el tiempo que hay”. O: “Además, no puedes pedir un anticipo, imposible contraer una deuda. Solo puedes gastarte el instante presente. No puedes pulirte ‘mañana’. Te lo guardan. No puedes pulirte la próxima hora. Te la guardan”.

Bennett es poco ambicioso respecto al éxito, que considera algo azaroso. Nos propone que dediquemos una hora y media al día, tres o cuatro veces por semana, a una actividad que implique una concentración mental constante. Nada demasiado exagerado, ni rígido. “Deja margen para la naturaleza humana –nos aconseja–, especialmente para la tuya”. Y también nos advierte de que no apuntemos muy alto: el fracaso podría dañar nuestra autoestima. Aprender un idioma, o estudiar alguna cuestión científica, o leer poesía. Un éxito humilde. Promete (es preceptivo) unos resultados exponenciales.

A R. J. Ellory le habría servido la lectura de Bennett, y no solo porque escriba con una elegancia y humor británico que encandilaron al mismo Borges. La principal proposición de Bennett es que aprovechemos el tiempo conscientemente, que pongamos en marcha nuestro raciocinio incluso cuando esperamos el tren. Por esta razón es tan triste que Ellory despilfarrara su reserva vilipendiando a sus compañeros de profesión. No hay forma más mezquina de malgastar las veinticuatro horas que nos regalan cada día.

Cómo vivir con veinticuatro horas al día
, Arnold Bennett, traducción de Xavier Zambrano, Editorial Melusina.