Uno de mis últimos grandes odios es el que me inspiran los runners. Sobre todo los que se levantan a las 7 de la mañana de un domingo para correr maratones con uniforme. Uniforme de runner, se entiende. Gran aversión. ¿Que qué daño hacen? Pues ninguno, ya ves tú. Pero qué tirria les tengo, oye. Creo que lo que me produce esta manía irracional es el uniforme, precisamente. Esas mallas como de neopreno, las camisetas de tejido Hi-Tech Heat-Gear Sonic Superlight, las deportivas de colores flúor… No sé, ¿es necesaria tanta uniformidad y tanto rollo pro para ir a sudar los michelines? A lo mejor sí, qué voy a saber yo, si tengo el mismo chándal desde 2006.

Juro que cuando veo a alguien corriendo con una camiseta de propaganda, gozo. Es como un milagro, una inspiración, un rayo de luz mística. Le miro y pienso: “Ahí va una persona honesta que no pretende que está entrenando para ganar un Ironman. Un pringao que corre para ahorrarse el gimnasio y punto. Olé tú”. Si es que, al fin y al cabo, el rollo runner se puso de moda al empezar la crisis porque salía gratis, ¿no? Te calzas las deportivas y venga a dar vueltas por el parque. Pero, en estos tiempos de capitalismo voraz, nada escapa al poder del marketing carroñero. Alguna mente avispada detectó en el fenómeno un nuevo mercado, un target virgen de identidad al que sería fácil exprimir dándole el caramelito más goloso: el sentido de pertenencia. “Yo no salgo a correr, yo soy runner.” Un estilo de vida que necesita de su equipamiento y de sus patrocinios, of course my hearts.

Así, como el que no quiere la cosa, empieza la construcción de una identidad estrechamente vinculada a la comercialización de un uniforme: las prendas ceñidas para marcar paquete; los tejidos extravagantes que convierten el sudor en eau de toilette; las zapatillas, que amortiguan el impacto de la zancada, huelen a Lana del Rey y hasta corren solas; los gadgets que permiten llevar encima llaves/iPhone/botella de agua de litro y medio/monedero ¡Y! tampones en un claro desafío a las leyes de la física. Y de repente se empiezan a organizar carreras y gincanas patrocinadas por marcas de cerveza, por las que hay pagar una inscripción, oh, angelitos míos; una inscripción que te da derecho a correr por los mismos sitios por los que podrías estar corriendo gratis y a quedar en 119ª posición batiendo tu propia marca. Espíritu de superación a tope, eso no se puede negar.

En resumidas cuentas, lo que te ahorras en cuotas de gimnasio te lo gastas alegremente en demostrar tu pertenencia al rebaño runner, vaya a ser que las vecinas se piensen que sólo sales a sudar los kilos de más. Nada más lejos de la realidad. Por favor. Para nada. Pero fíjate que los que ganan las carreras siempre son esos frikis que van en calzoncillo corto y camiseta de tirantes. Como los atletas de toda la vida, vamos, los que corren porque es para lo que tienen talento, les da felicidad y les hace sentirse dueños de su destino.

En fin, lo dejo aquí que ya me he puesto suficientemente hitleriana, y no hay nada más peligroso que intentar buscarle la lógica a una absurda antipatía sin motivo como la que siento por esos pobres corredores bien vestidos. Supongo que deben sentir lo mismo los homófobos, los racistas y los anti-abortistas, aunque no sean capaces de reconocer que la base argumental de su discurso está fundamentada en una pura y simple manía irracional. Vamos, que lo suyo también es más visceral que otra cosa.