Toda relación comprende una concomitancia esencial: el vínculo recíproco entre ciertos derechos y ciertas obligaciones. La gratificación de los primeros se acompaña con el bonus extra de la adquisición coercitiva de los segundos. La relación entre habitante y ciudad es la única relación lícita de parentesco alterable, donde los casos de adopción nómada son compatibles con las situaciones de estacionamiento biológico. Uno de los derechos que se tienen al vivir en una ciudad es el privilegio de criticarla. Y Barcelona no es la excepción que confirma la regla. Es más, criticar Barcelona es ya casi una obligación, una norma, un recurso de darwinismo social para mirar por encima del hombro (o con la peste debajo de la nariz, como dicen en Italia para referirse a la actitud general de los franceses) a todos aquellos recién llegados que todavía no degustan las mieles del desencanto. Se piensa pero no se dice que es sinónimo de buen gusto buscar defectos en vez de virtudes a las cosas.

 

Y para todos los que (sobre)vivimos en Barcelona y, de vez en cuando, escribimos sobre ella, el procedimiento general del texto –y el pan de cada día- es un disentimiento a base de continuas amonestaciones condescendientes que hacen de la crítica un locus amoenus alternativo al paraíso que nadie nos prometió. Pero que todos esperábamos. Así como odiar al prójimo es algo que sucede en las mejores familias, sucede con las mejores ciudades. Y Barcelona se deja odiar con tanta facilidad que de dicha inquina nacen souvenires literarios donde sus autores se dedican precisamente a eso. A odiar Barcelona para quererse más a ellos mismos. Porque, mientras que el odio nos coloca en un peldaño social superior, el amor fracasado o el desamor desamparado simplemente nos avergüenzan en la ajena presencia de los otros.

 
Y de tanto odiar, aborrecer, detestar, abominar, reprobar, maldecir y despreciar la ciudad donde uno vive es fácil olvidarse de que, menos en el infierno, en todos los demás lugares sale el sol de vez en cuando, siendo precisamente la benevolencia del clima lo único que no hemos censurado de Barcelona (si no se tiene en cuenta en dicha apreciación la penosa estructura doméstica de sus casas, esos preciosos iglús modernistas donde la calefacción es una tecnología del futuro tan científico-ficticia como el patinete levitador de Regreso al Futuro, la teletransportación o la cura del cáncer).

 

Pero las ciudades, como muchas personas, saben hacer oídos sordos mientras que, para mantener el equilibrio de la troposfera, a otros les toca hacer de tripas corazón. De sobras es conocido que las complicaciones nunca vienen solas, porque la sordera tiende a acompañarse, además, de un mutismo eventual capaz de desembocar en mudez irreparable. Y Barcelona, por ruidosa que sea, corre el riesgo de quedarse muda. Y sin logopedas.