En Barcelona nunca había vivido en un edificio con conserje, pero aquí tengo un segurata en la puerta de casa. Se llama Jesús. Trabaja turnos de 24 horas, relevándose con otro compañero. Desgraciadamente, Jesús tiene mala suerte con sus compañeros: no le duran mucho. Cuando yo me mudé estaba Alfonso, pero desapareció a las pocas semanas y pusieron a un chaval llamado Carlos, que en cosa de un mes también desapareció.

No sé qué fue de ellos, Jesús tampoco, aunque supongo que algo se imagina porque agacha la cabeza al hablar de ellos.

Por culpa de esas misteriosas desapariciones he visto a Jesús haciendo turnos de 72 horas. Como mi apartamento queda cerca de la garita de vigilancia (y soy más maja que las pesetas), muchas noches salgo a darle café. Al principio se lo llevaba en un termo, pero se le cayó al suelo y se le rompió. O eso dice él. Alguna vez me ha parecido divisar mi termo verde medio escondido en una estantería de la garita, pero hago ver que no he visto nada y le llevo el café en vasos de plástico.

A pesar de las jornadas draconianas, el trabajo de Jesús es bastante sencillo: solo tiene que abrir y cerrar la puerta de entrada al edificio. Nadie tiene llave de esa puerta, así que es imprescindible que Jesús, o su compañero, estén en la garita todo el tiempo. Si alguien que no es vecino quiere entrar, tiene que decir a qué apartamento va y cuál es el motivo de la visita, y Jesús, o su compañero, tienen que confirmarlo con el vecino del apartamento en cuestión. Pero Jesús deja entrar a todo el mundo alegremente; dice que no hace falta saber tanto.

Jesús deja entrar a todo el mundo alegremente;
dice que no hace falta saber tanto.

Una vez, en mitad de la noche, a Jesús le dio un jamacuco y se lo tuvieron que llevar en ambulancia al hospital. Estuvo tres días sin venir y luego reanudó sus turnos de 24 horas. Cuando le pregunté por su diagnóstico no me lo supo decir. Él solo sabe que le dolía la tripa y le dieron las fiebres. ¿Fue una intoxicación? ¿Fue un cólico? Jesús no sabe. Solo sabe que el médico le ha prohibido el azúcar y el picante, así que ha sustituido la Coca-Cola de dos litros por un líquido de color rosa etiquetado como zumo de guayaba. Yo le digo que ese zumo envasado seguramente lleva la misma cantidad de azúcar que la cola, pero él dice que no, que es sano.

No sé dónde vive Jesús. Se lo he preguntado, pero solo me ha dicho que en el sur. Quizá viva en una de esas colonias que aparecen cada día en las portadas de los periódicos amarillistas, con fotos de gente asesinada en medio de la calle, y por eso no me lo quiere decir. Dice que tiene que agarrar tres camiones para llegar a mi barrio y se tarda unas dos horas. No está mal para Ciudad de México.

Hace un par de meses Jesús empezó a hacer manualidades. Flores de cartulina. Me las enseñó y yo le dije, por educación, que eran muy bonitas. En realidad no eran feas, pero a mí el mundo manualidad no me tira mucho. Me dijo que las vendía por 10 pesos (50 céntimos de euro). Le compré 5, pensando para mis adentros que otro día mejor me callo la boca, que para qué quiero yo 5 rosas de cartulina. Unas semanas después, Jesús me dijo que se iba a visitar a su padre que estaba enfermo, y que por eso vendía las rosas, para pagarse el boleto de autobús. Le dije que si le hacía falta más dinero yo se lo prestaba. Me aceptó 200 pesos. No le he vuelto a ver desde ese día. Ahora en la garita está Jonathan y dice que tampoco sabe nada de Jesús. Y yo me imagino que sí sabe, porque también habla de él con la cabeza gacha, pero ya he visto que en este país es mejor no saber nada.