El pasado 29 de agosto celebré mi primer año en México. Nueve días después, el país me regaló mi primera experiencia sísmica. Una leve, ya que en Ciudad de México solo nos llegó el temblor de los poderosos 8.2 que azotaron los estados de Oaxaca y Chiapas. La alerta sísmica se disparó alrededor de la medianoche y unos segundos después empezó el meneíto. Yo estaba en mi casa y recuerdo sentirme como en la atracción de la Olla Loca de las ferias. La risa nerviosa me venció y ni siquiera pude salir afuera, me quedé pegadita a una pared sintiendo las ondulaciones en mi espalda, disfrutando del tembleque con la exaltación ignorante de quien no sabe ni se da cuenta del peligro de lo que está viviendo.
Al día siguiente descubrimos que el terremoto, con epicentro en el golfo de Tehuantepec, afectó a cientos de comunidades en los estados de Chiapas, Tabasco y Oaxaca, siendo la localidad oaxaqueña de Juchitán de Zaragoza la más perjudicada. Los vídeos y fotos del desastre en el sur del país nos hicieron estremecer, pero en el DF solo sentimos la caricia de la tragedia y, al rato, ya hasta nos permitimos el lujo de reírnos y bromear con chorradas como la compra de pijamas elegantes “para que la próxima no nos pille en bragas”.
La alerta sísmica no sonó a tiempo y, durante unos segundos, me quedé congelada, como si fuera una broma pesada. El sonido de la alarma me sacó de mi parálisis. Agarré a mi gata y salí como pude del piso.
Exactamente 10 días después, y justo el mismo día en el que se cumplían 32 años del terremoto de 1985, el sismo más mortífero de la historia escrita de México y su capital, el suelo volvió a rugir. Yo estaba sola, también en casa, trabajando en el ordenador. Mi silla empezó a botar. Todo empezó a botar, la atmósfera envuelta en un extraño silencio en el que solo se oían el zumbido pesado de las entrañas de la Tierra y los crujidos del edificio. La alerta sísmica no sonó a tiempo y, durante unos segundos, me quedé congelada, como si fuera una broma pesada. El sonido de la alarma me sacó de mi parálisis. Agarré a mi gata y salí como pude del piso, brincando torpe de lado a lado mientras bajaba las escaleras.
Esta vez nadie se rió, ni los memes asomaron la cabeza en nuestros chats. Las comunicaciones y la electricidad se cortaron durante horas y una no sabía si quedarse en casa o salir a la calle a buscar caras conocidas. En mi barrio, afortunadamente, no hubo percances; aun así, el hormigueo y el trajín anómalo de los vecinos daban buena cuenta de que la normalidad ya se había truncado para el resto del día. Cuando por fin regresó la señal a nuestros receptores, nos dimos cuenta de las proporciones del suceso. Un 7,1 de magnitud con epicentro en Morelos, “¡aquí al lado, chingada madre!”.
El movimiento telúrico causó derrumbes en muchas colonias en Ciudad de México y arrasó con pueblos enteros en los estados de Puebla y Morelos. La maquinaria de ayuda vecinal no tardó en ponerse en marcha. Una vez más, quedó patente la anarquía que tanto me maravilla de este país y el pueblo se puso a administrar la tragedia sin perder el tiempo ni esperar órdenes de instituciones ni gobiernos. Desde entonces, miles de ciudadanos se han lanzado a la calle para ayudar: filas interminables de personas anotándose en las brigadas y como voluntarios, ciudadanos transportando agua, comida y medicamentos pagados de su propio bolsillo hasta los centros de acopio, removiendo escombros, organizando expediciones de camiones con destino a las zonas más afectadas de los estados vecinos. Una puta maravilla de despliegue de pura solidaridad.
Por eso, cuánta más lástima no me ha causado el paralelo despliegue de fuerzas de seguridad en Barcelona, la imagen del crucero con los dibujitos de la Warner como reflejo del esperpento ibérico que vive estos días la ciudad condal, el resto de Catalunya y España enteras. El pueblo dividido y enfrentado, enemigos creados a pulso por políticos mediocres y mentirosos en todos los bandos. Alguien llegó a escribirme por whatsapp que “estamos en el epicentro de la locura pseudodemocrática”. Me resultó hiriente, por la ligereza con la que usamos las palabras a veces. Aunque supongo que solo sufrimos los temblores que nos tocan de cerca.