Los resabiados de la posmodernidad, a saber, bloggers del refrito y life-coaches, sentencian que todo ser humano que viaja y/o se va a vivir al extranjero pasa por cuatro etapas de transición hasta que logra adaptarse (o no) a su lugar de destino.

A la primera de estas etapas del choque cultural la llaman, en un arrebato de romanticismo, “Luna de miel”, y, dependiendo de la circunstancias y de la persona, dura entre 2 semanas y 6 meses. Se podría decir que es en la que me encuentro yo que, a lo tonto, ya he cumplido el medio año en tierras mexicanas. ¡Tres hurras por mí!

La fase número 2 me tiene mosca, ya que se titula “Crisis” y en principio puede empezar de 3 a 6 meses después de la mudanza y alargarse hasta el año… Pero qué queréis que os diga, yo no veo asomar esa sombra por ningún lado de momento. Más bien creo que la crisis la pasé al principio y se me pasó al comprobar que en los supermercados pijos podía comprar boquerones y lomo embuchado.

A Dalí le atribuyen la siguiente frase: “De ninguna manera volveré a México. No soporto estar en un país más surrealista que mis pinturas.”, y no sé si es verdad que al de Figueres se le cayó esta perla, pero la sentencia es muy verosímil. En México el surrealismo brilla en cada esquina, y mucho más en mis ojos de provinciana catalaneta, criada en costumbres ordenadas y rígidos protocolos.

Todo lo que al principio de mi traslado se me antojaba como una locura sin ton ni son ha cobrado sentido. La organización anárquica que rige el caos de esta ciudad se me ha metido bajo la epidermis y me recorre todo el cuerpo como un escalofrío de satisfacción.

La anarquía que rige el caos de esta ciudad se me ha metido bajo la epidermis

Ya no sé si podría volver a un mundo donde los muebles no se vendan en un lado de una rotonda cualquiera, y donde los hijos de las cajeras no te acomoden tu compra en la bolsa a cambio de unos centimillos. Bueno, aquí me he puesto dramática, volver podría volver porque a mí todo me viene bien, pero lo echaría de menos. Los puestos en la calle a cada paso, el pitido ensordecedor del carro de los camotes al atardecer, las furgonetas que venden fruta, las que compran hierro, los altavoces de todas ellas mezclándose con el murmullo de la gran urbe. Los camellos a domicilio, puntuales y honestos; los taxis de la muerte; los viajes de tres horas fuera de la ciudad para ver pirámides. El pesero o el colectivo, que no sabe una dónde paran más que por intuición, pero por sincronicidad cósmica su ruta siempre cae adonde quieres llegar.

Será verdad que estoy en plena “Luna de miel”, porque me he puesto de un cursi tirando a fucsia escandaloso. Me olvido de las noticias de corrupción, los gasolinazos, el narcotráfico, el lastre del analfabetismo, las diferencias socioeconómicas estratosféricas, la pobreza omnipresente en cada rincón y la violencia que tantas vidas se cobra en este México lindo y herido. Pero dejadme saborear mi romance sin manías, que para el desencanto no hay más que dar un salto al otro lado del charco y volver de nuevo con los cables reestructurados por el eurocentrismo.

Por último, me faltaba mencionar las dos fases restantes del choque cultural: “Recuperación” y “Adaptación”. Como aún no llevo suficiente tiempo como para argumentar a favor o en contra de su existencia, no me puedo extender mucho, pero las puedo resumir con osada ignorancia, que es lo mío: después de una etapa de crisis, vuelve la fe. Y gracias a la fe, la entrega es total. ¿Os parece? Después de leer estas mamarrachadas, me veo bastante preparada para empezar mis propios postulados como life-coach y ganarme la vida seduciendo a petardas con demasiado tiempo libre y neurosis variadas como yo misma. ¿A que os han entrado ganas de venir a visitarme?