La intolerancia no entiende de límites, sólo de estupidez. La semana pasada, una intolerante estúpida insultó a tres catalanas en el metro porque llevaban hijab. Claro, pensó que eran marroquíes, pensó que eran musulmanas y por consiguiente, un peligro público. Lo mejor es que la mujer que les gritó «iros a vuestro país» viene de Rumanía. Que si nos ponemos en plan ordenados, tendrá que ser cada uno en su casa y Dios en la de todos, y no lo que yo diga dónde yo diga, vamos.

Lo peor no es sólo la agresión, que tiene tela, sino que nadie, absolutamente nadie hizo nada en ese vagón. Como mucho, algún pasajero grabó con el móvil. Sólo actuaron un par de personas, inglés y árabe -ya que estamos con las nacionalidades, las damos todas-, cuando la mujer rumana, ayudada de otros dos que iban con ella, las agredió físicamente. Qué horror el vacío entre identidades, ¿no? las agredidas dicen que no pegan aquí «estéticamente» por llevar el velo, ni en Marruecos «intelectualmente». Qué pena esta sociedad con tan pocas miras, tan incapaz de ver la riqueza en la diversidad.

La intolerancia no entiende de límites, no. Porque no sólo va contra la religión, también contra la orientación sexual. También la semana pasada, un camarero de Store Café, en Travessera de Dalt, abroncó e instó a que abandonaran su local a una pareja de lesbianas que se besaban en su establecimiento. El tipo dijo que era «inapropiado» y que otros clientes se habían quejado. Últimamente no tenía muchos ingresos y claro, el negocio es lo primero. Lo que a este estúpido se le ha olvidado es que esa pareja también eran clientas. Pero claro, mientras no tengamos polla seguimos siendo invisibles.