Todavía queda un lugar en Barcelona donde ser español no está mal visto. O tal vez sí, pero por él no circulan quienes consideran cutre el sentimiento. El Poble Espanyol permanece impasible al paso del tiempo desde 1929. Y no parece que el futuro vaya a perturbar tampoco a este simpático parque temático. Quizá porque se mantiene al margen de las guerras de banderas, quizá porque ha sabido diversificar la oferta.

Abrió sus puertas para la Exposición Internacional de Barcelona con la idea de quedarse sólo 6 meses, pero tuvo la suerte de trascender cual Torre Eiffel. Casi. No con su elegancia porque su objetivo es otro, como bien explica Salvador Rovira, director adjunto del complejo: “Los fundadores no querían reproducir monumentos emblemáticos sino reflejar el carácter popular”. Se patearon España viendo lo que era típico y construyeron un pueblo en el que el reto arquitectónico era reflejar la diversidad peninsular sin que se convirtiera en un popurrí sin sentido.

Así, uno puede transitar desde la plaza Mayor, donde se sitúa el Ayuntamiento de Valderrobres hasta el barrio andaluz, pasando por la Plaza Aragonesa y el caserío de Arteche en Bizkaia, sin que el viaje se convierta en un paseo estrafalario digno de la más profunda España cañí. Es un pueblo tranquilo, que también tiene sus desventajas: los barceloneses no ponen un pie allí (también porque si quieren ver pueblos populares de España, no tienen más que coger el coche y salir de la city).

Uno puede incluso celebrar su boda en el Monasterio de Sant Miquel y dar el convite en el salón de plenos del Ayuntamiento, que tiene capacidad hasta para 300 invitadosEntre sus curiosidades, la torre de Utebo —“que no es la Giralda”, recuerda entornando los ojos Rovira— sobrevivió a la original y los arquitectos que la reconstruyeron visitaron el Poble para copiar la estructura. Todo lo que está en el parque son monumentos que no salen en las guías, pero se levantaron con la dignidad y profesionalidad que todo proyecto que quiera perdurar merece. Tal vez es por eso que, como la lluvia fina, el Poble se ha ido consolidando y hoy es el 4º monumento más visitado de Barcelona con 1,5 millones de visitantes.

A mediados de los 90, la concesión del espacio cambió de manos porque su gestora hasta el momento entró en suspensión de pagos. El equipo actual ha intentado potenciar otros aspectos del parque para atraer la visita de los locales. En el Poble hay algo más que artesanos (entre 30 y 40) trabajando en directo, gastronomía y un pequeño centro de arte contemporáneo con obras de Picasso o Miró (modestas pero potentes). Se celebran también conciertos, ferias y eventos de todo tipo. Uno puede incluso celebrar su boda en el Monasterio de Sant Miquel y dar el convite en el salón de plenos del Ayuntamiento, que tiene capacidad hasta para 300 invitados. Los 49.000 metros cuadrados de parque están en el mercado al servicio del mejor postor.

Si el Poble se mantiene impertérrito a los cambios, lo hace también al procès. A nadie se le escapa que el Poble Espanyol tiene un nombre y un objetivo que a cualquiera le suscita un comentario. Y Rovira no lo rehúye aunque tampoco le da la importancia vital que muchos esperarían: “No nos ha afectado en nada, pero sí es cierto que te lo planteas: si somos independientes, ¿cómo sobrevivirá el Pueblo Español? ¿Qué sentido tendrá? Pero de momento tenemos mucho trabajo como para pensar en ello”. No se lo han propuesto en serio, al menos de momento.

Quien quiso buscar polémica fue un periodista del que Rovira sí se queja porque publicó un artículo en septiembre, sin hablar con la entidad, en el que se preguntaba no ya sobre el futuro del parque en una Catalunya independiente, sino en cómo quedaría Catalunya dentro del parque. No hay planes de levantar una frontera. “Por mucho que se independice, el Poble seguirá aquí”, afirma Rovira. Los esfuerzos por politizar el recinto serán en vano. Ha recibido muchas peticiones de ciertas entidades políticas para celebrar sus actos, y la empresa se ha encargado siempre de rechazarlas.

Su futuro pasa por potenciar la gastronomía y las nuevas tecnologías. Que los turistas, que son un 15% españoles y el resto extranjeros, puedan degustar los platos típicos de cada región dentro del parque. Un buen ternasco en Aragón y una señora paella en Valencia. Y ya que el parque no piensa mover ni un azulejo, ni que se lo muevan, pondrá pantallas para que en cada monumento de esa España no tan turística, el pueblo propietario pueda tener un minuto de gloria. Seguir viajando por la península, sea el país que sea, sin salir del pulmón de Barcelona.