Entre los relatos míticos del éxito empresarial de Barcelona se encuentra la creación del festival Primavera Sound en un pequeño sótano de la calle Peligro de Gràcia (número 13) que, cual garaje de Bill Gates y Steve Jobs, vio nacer uno de los eventos con más repercusión mediática y económica de la ciudad.

Allí se fraguó este festival de la mano de Gabi Ruiz y Alberto Guijarro, un festival que, además de hacer mucho ruido (lo han convertido en uno de los más importantes del mundo), es uno de los grandes generadores de silencio en el sector, un festival lleno de luces y sombras. Nadie quiere hablar (mal) del Primavera, o de sus fundadores, pocos quieren que aparezca su nombre, sueltan eufemismos como que «desconocen su operativa» o solo cantan alabanzas programadas. ¿Es para tanto?

Si uno repasa lo que se publica sobre este festival quedará maravillado porque todo lo que se dice de él es positivo y elogioso: cada año está mejor, cada año viene más gente, cada año se supera (Rockdelux, en 2017: «Un año más, si te gusta la música, toda la música, cualquier tipo de música, no puedes dejar pasar el Primavera Sound: pura Coca-Cola.»). ¿Todo elogioso? No, todo no. La serie de artículos de Nando Cruz («El cortijo del indie», El Confidencial, 2016) explican una historia muy diferente (aunque al parecer algunos detalles fueron inexactos). O la historia del periodista Jordi Bianciotto que recibió una sarta de insultos desaforados en Twitter por parte de Gabi Ruiz (autodenominado el «Jesús Gil del indie», eso es sentido del humor) porque se le ocurrió resaltar la mínima presencia de grupos catalanes en el festival. Bianciotto fue tildado de «gilipollas», «periolisto» y «retarded», y quienquiera que lo defendió recibió su dosis personal. Un episodio para el olvido. Las artes del diplomático Alberto Guijarro, cabeza visible en las relaciones con las instituciones, devolvieron la acreditación que le retiraron en un primer momento, y Bianciotto dejó elegantemente que las palabras se las llevara el viento. Sólo que hoy el viento ya no se lleva nada y con una rápida búsqueda cualquiera puede recuperar un capítulo Sálvame de luxe del indie español. Y el Primavera ya tiene unos cuántos capítulos para hacer una novela. Algunos los podría dejar atrás –como este último– y sustituirlos por nuevos capítulos que relaten una historia de innovación y progreso.

 

Todo macro.

Es un festival enorme. Lo crearon cuatro chavales en una calle llamada Peligro (en el relato mítico siempre se olvidan de los otros dos: Pablo Soler y Alfonso Lanza). Genera mucha pasta. ¿Cuánta pasta?

Según la consultoría Dentsu Aegis en una evaluación encargada por el propio Primavera Sound en 2014 hablábamos de 95 millones de euros. El gasto directo de los asistentes era entonces de unos 40 millones de euros, 780 euros por cada extranjero (46% de los asistentes) y 226 por cada residente de la Ciudad Condal (26% de los asistentes), lo cual resultaba en una media de 544 euros por persona. Este gasto consistía en el pago del abono (una media de 150 euros) y el desembolso para el desplazamiento (27.802 trayectos de avión) y el alojamiento (129.264 pernoctaciones, con una media de 5,1 por persona). Si a ello se le suma el gasto en la ciudad (transporte, restauración, actividades culturales y compras), los ingresos a la Hacienda Pública y el valor mediático, se llegaba a los 94.813.790 euros que resalta Dentsu Aegis. En 2017 y con un presupuesto de 12 millones de euros, recibió unas subvenciones de unos 300.000 euros en total, tanto de la Generalitat como del Ayuntamiento, lo cual lo convierte en uno de los festivales menos subvencionados respecto a su presupuesto. Sus ingresos provienen de las entradas (65%), el consumo de bebidas y comida (20%), subvenciones (un 2,5% del presupuesto) y el resto, de patrocinadores.

Es, además, el evento cultural que recibe la subvención más alta del Ayuntamiento. Seguro que desde el ICUB (el organismo que otorga las subvenciones) tienen muy bien justificada esta acción: al fin y al cabo, con 150.000 euros de subvención (que les toca año sí y año también: será que Alberto Guijarro tiene mano en el ICUB) la ciudad recibe, según Dentsu Aegis, un impacto económico de 95 millones de euros. No son cuatro duros. Pero se debe tener en cuenta: a) Primavera Sound es una empresa privada que, como tal, tiene la libertad de hacer y deshacer como le plazca dentro de los límites de la ley; b) Que las subvenciones del ICUB tienen como objetivo mejorar la cultura en Barcelona. ¿Es así?

 

La dimensión cultural.

Alguien debería encargar un estudio sobre el impacto cultural de los festivales. Desde que se creó el Primavera, por ejemplo, ¿ha mejorado la escena de música independiente en la ciudad? ¿Han aparecido nuevos talentos? ¿Hay más salas y mejores condiciones para tocar? Que cada uno se responda.

Para el Primavera, al menos, no parece que haya sido así. En la edición del 2017 (después de 16 años de festival) había unos 185 grupos, la mayoría anglosajones (como, por otro lado, es marca de la casa desde sus inicios). De Barcelona: unas doce bandas que, excepto Mishima, se encontraban en la parte baja del cartel. Es decir, apenas un 6,5% de los grupos. Pero también se podría argumentar que en las últimas ediciones hacen conciertos gratis o que dinamizan las interacciones musicales con el Primavera Pro, y que esto ya justifica las subvenciones. O podrían decir: esto es un festival, no una escuela de músicos. Y podríamos preguntarnos: ¿cómo se subvenciona la cultura? ¿Con organismos de base o con grandes eventos finales? Pero esto es otro debate. (Si os preguntáis por qué respondo yo hipotéticamente las preguntas del Primavera es porque ellos no me han respondido).

Para muchas de las bandas, tocar en el Primavera Sound es un sueño. O, como mínimo, una gran oportunidad. Sin embargo, recientemente se han alzado voces denunciando las condiciones precarias en las que tocan. «A las bandas pequeñas las maltratan un montón –cuenta una que participó en una de las anteriores ediciones y que prefiere no dar su nombre–. Nos pagaron unos doscientos euros». Es lo que dentro del sector se conoce como «plata o promo». Aunque en algún caso sea incluso sin contrato.

Para cualquier banda que comienza es difícil negarse a tocar: no deja de ser un expositor internacional de primer nivel. Pero, de la misma forma que se exigen sueldos y trato digno en cualquier sector laboral, los músicos han empezado a organizarse. La Unión Estatal de Sindicatos de Músicos ya ha propuesto un manual de buenas prácticas en la contratación de los músicos que fue aprobada por el Ayuntamiento de Barcelona (con los votos en contra, sorpresa, de C’s y PP: no está hecha la dignidad para la boca del explotador). Lo que piden es totalmente revolucionario: que se respete el Régimen de contratación de artistas según el cual los músicos deben tener un contrato laboral, no mercantil, con un sueldo mínimo de 116 euros por músico, alta en la Seguridad Social y los gastos de desplazamiento y alojamiento cubiertos. A partir de ahora, cualquier grupo que contrate el Ayuntamiento (como por ejemplo en el BAM) disfrutará de este mínimo trato digno. Es un logro. Pero es solo el primer paso.

 

El músico local.

«El Primavera Sound es una empresa privada y claro está que mirarán por sus intereses. Todo ok. Pero, si reciben decenas de miles de euros en subvenciones, ¿deberían las instituciones velar por el buen uso de esas ayudas? Y, ya que eso es dinero público, ¿deberíamos saber qué opinan los colectivos culturales sobre el uso de ese dinero? ¿Deberían los sindicatos de músicos estar velando también por el buen uso de dichas subvenciones?»

Quien habla es Pablo Schvarzman, del grupo Seward, uno de los pocos que alzan la voz con nombre y apellidos. Y es que los tentáculos del festival son muy largos para cualquiera. Desde que Nacho Vegas retuiteó un artículo de La Directa (con el comentario: «Te vamos a pagar una miseria pero vas a currar en el mejor festival de la historia») en el que se informaba del pago de 2,65 euros por hora a estudiantes de prácticas, su mánager ni se plantea tocar en el Apolo (que gestiona Alberto Guijarro: el mundo es un pañuelo). Pero Nacho Vegas es Nacho Vegas.

Todos los músicos coinciden en que no es un problema exclusivo del Primavera, ni mucho menos. Ocurre en la mayoría de los festivales y salas del país. Según Julián Maeso, ex miembro de Sunday Drivers, en unas declaraciones para Araytor: «Un músico es una clase de imbécil que carga en una furgoneta un equipo de 5.000 euros que le ha costado toda la vida pagar, recorre 600 kilómetros de ida hasta Santiago de Compostela para cobrar 150 euros y a la mañana siguiente vuelve a conducir otras seis horas hasta casa sin estar asegurado». Y se puede ser un imbécil un rato, pero después de darse contra la pared durante años el músico con la cabeza partida decide colgar su instrumento y dedicarse a otra cosa. Resultado: otra banda que se ha perdido aquí y que será sustituida por la enésima banda británica o estadounidense que sí que cobrará dignamente, que estará asegurada y que nos venderá sus canciones en un festival de grupos extranjeros. Para Bernat Hernández, secretario del Sindicat de Músics Activistes de Catalunya (SMAC), la solución es que «se cumpla el convenio y que se respeten los derechos de imagen en los escenarios» (es decir, que a uno no le puedan endosar de fondo la imagen de otra conocida marca de cervezas). Después del triunfo en el Ayuntamiento, el próximo objetivo es que las empresas que reciban subvenciones culturales cumplan con los convenios laborales. No parece descabellado que al menos desde el sector público se insista en cumplir la ley, ¿no?

 

Preguntas abiertas.

Pero, ¿y si el Primavera Sound pudiera añadir un nuevo capítulo a su relato mítico? ¿Y si el Primavera Sound, con la posición preminente que tiene en el sector de los festivales, fuera el primero en cumplir con los convenios laborales de los músicos? ¿Y si, de la misma forma que han avanzado en la gestión de residuos y en hacer más sostenible el festival, decidiera, por ética y justicia, dar un trato digno a los músicos? ¿No sería un ejemplo, un avance, una antorcha para todos los demás, como ya lo ha sido en otros aspectos? Para el festival no sería tanto una cuestión económica, como de imagen. Pero sobre todo de justicia.

«Es un sueño», dicen los músicos de Barcelona. Pero también fue un sueño lo que llevó a aquellos cuatro chavales a crear un imperio en una calle llamada Peligro. Un gamberro. Un comprensivo. Otro que sabe hablar. Otro que es un misterio. Y otro sueño: que el festival de nuestra ciudad sea el abanderado de los derechos de los músicos, el que los dignifica. El que da ejemplo. Es una oportunidad para que al relato mítico del éxito empresarial se le sume el relato mítico del cumplimiento y la defensa de los derechos de los músicos, un nuevo capítulo, un capítulo fundacional. El Primavera Sound podría ser el primero en hacerlo. Y, después de él, le seguirían los demás. ¿Acaso no es un buen sueño?