En el fatídico día del 1-O, me presenté en dos puntos de votación. No para votar dos veces, sino porque, después de votar en el centro que me tocaba —Escola Pia Sant Antoni— y ver, al salir, cómo un ejército de policías antidisturbios requisaba mi voto a punta de escopeta sin poder hacer nada, decidí ir a otro punto, el Institut Miquel Tarradell en el Raval, para al menos ser útil allí. Cuando llegué, había tanta gente llenando la calle Àngels que el tráfico tuvo que ser desviado. Encima, en una finca al otro lado de la calle había una fiesta en un piso turístico con música a tope, animando el ambiente callejero hasta la noche.

Ni la Policía Nacional ni la Guardia Civil llegaron finalmente a intervenir este punto de votación Ravalero. De hecho, no intervinieron en ningún centro de votación situado dentro de un casco urbano antiguo —al menos en el municipio de Barcelona—. Ni Ciutat Vella, ni la Vila de Gràcia, ni Sant Andreu, ni Sants. Todas las intervenciones tuvieron lugar en calles anchas, como es lógico: en ellas se pueden desplegar con mucha más eficacia y rapidez. Cuando vinieron a repartir hostias donde voté, llegaron docenas de furgonas en dos filas paralelas, ocupando la Ronda entera. Llegar con tanta contundencia al Institut Tarradell hubiese sido imposible, incluso peligroso para ellos.

¿Qué nos aporta este dato? Pues que la Policía Nacional y la Guardia Civil se sienten menos fuertes en calles estrechas y laberínticas. Las fuerzas del orden dependen de espacios anchos para moverse y para controlar desde sus helicópteros lo que pasa abajo. En calles estrechas, parece que la autoridad no tiene poder absoluto.

A cualquier autoritario le gustan siempre las grandes avenidas anchas y rectas. Paris fue demolido y reconstruido por Napoleón III y el barón Georges Eugène Haussmann con avenidas anchas en el siglo XIX por esos motivos, entre otros: para dificultar la construcción de barricadas y para poder sofocar cualquier rebelión con rapidez. No es coincidencia que el Plan Cerdà fuese el que se impuso desde Madrid en su día, por muy progresista que sea la Teoría general de urbanización de este gran pensador. Las calles estrechas, las que favorecen el peatón en lugar del automóvil, no gustan nunca a un poder central.

Si realmente queremos recuperar el poder ciudadano, hay que volver a urbanizar mediante calles estrechas, y no avenidas anchas con rotondas. Así no solo se crea una ciudad a escala humana, sino también una ciudad menos autoritaria.

Sin embargo, este tipo de urbanismo, necesariamente equipado con comercio también a pequeña escala, no gusta al capital financiero. Calles estrechas no animan a la venta de automóviles. Tampoco gusta este tipo de calle a la gente que necesita lucir su nueva riqueza. Sin embargo, a los turistas parece que sí que le gustan las calles estrechas y laberínticas. ¿Quien pensaría jamás que el turismo podría ser un aliado en la lucha contra el autoritarismo del Estado?