Érase una vez un país que quiso ser moderno y conservador al mismo tiempo. Tenía una mitad que quería ser moderna y otra mitad que quería permanecer conservadora. Como si de un buque transatlántico se tratara, modernos y conservadores se turnaban el timón. Así, aparecían obras vanguardistas como Las señoritas de Avignon de Picasso, o obras conservadoras como el himno de Cádiz de Pemán.

Tradicionalismos y originalidades se disputaban el rumbo del Estado. España fue uno de los primero países de Europa donde las mujeres tuvieron derecho al voto y a la vez, de los últimos en salir de una dictadura que las condenaba a la inutilidad absoluta (muchas de nuestras madres no podían ni abrir una cuenta en un banco por sí mismas).

Barcelona era una de esas ciudades cuyos capitanes y capitanas viraban hacia la modernidad casi siempre. En Barcelona se declaró el amor libre durante la Guerra Civil española, se creó la Universidad Popular, Gaudí creó a sus anchas por sus calles y Dalí nos rasgó después los ojos para que entráramos a su surrealismo sin prejuicios. También sufrió golpes de timón hacia los valores de toda la vida. Lo demuestran políticos como Jordi Pujol o leyes como la ordenanza municipal de convivencia, pero en general es difícil encontrar regresiones.

Nada tenían que ver la modernidad ni la tradición con las personas modernas o las tradicionales. Ambas corrientes convivían paradójicamente dentro de cada ser. O más bien, llegada la hora de cambiarlo todo, muchos modernos se descubrían a sí mismos conservadores.

Si no se creen el cuento, miren las reacciones al falso documental de Jordi Évole. Uno de esos capitanes que viran hacia la transgresión. Transgresión con matices, porque su historia del domingo sobre un falso golpe de Estado, más que vanguardia total es homenaje. En 1991, el programa Camaleó -también catalán, por cierto-, nos hizo creer que Gorbachov había sido asesinado y en 2002, el canal francoalemán Arte emitió el falso documental Operación Luna, que hacía creer a sus espectadores que la llegada a la luna había sido un montaje de Richard Nixon.

Las vanguardias nos hacen avanzar porque, de repente, nos cambian las preguntas. Nos quitan de un golpe el suelo sobre el que pisamos y nos llevan a cuestionarnos absolutamente todo lo que nos rodea.

Évole nos estaba ordenando el mundo cada domingo, contándonos quiénes eran los buenos y los malos, de mil maneras distintas y originales. Ahora nos ha cambiado las preguntas. Nos ha quitado de un golpe el suelo sobre el que pisamos. Nos ha pedido que cuestionemos lo que nos dice todo el mundo, hasta Gabilondo. Hasta lo que él mismo nos dice. No se ha dinamitado, ha querido llevarnos a un nivel superior, experimentando.

Esta es una filosofía de vida. La que nos hace avanzar. Se puede apostar por ella o por la contraria, la que nos hace permanecer. Lo preciso es aclarar quiénes somos, no suceda como con los muchos personajes modernos que se han indignado con el falso documental que vieron el domingo. No es bueno ni malo estar en contra o a favor, pero sí aparentar lo que no somos. Para saberlo, pregunta: ¿quieren avanzar, o querían ver un documental más sobre el 23F? ¿Cuántas posibilidades de llegar a saber la verdad les hubiera dado ver el mismo reportaje que años anteriores? ¿O están cabreados porque se tragaron que Garci hacía un homenaje a La ventana indiscreta sacando a los militares por la ventana del Congreso?

Igual la culpa no es de Évole. Igual es que somos más conservadores de lo que esperábamos.