Ay, la Navidad. Época de abrazos e infartos, de deseos que nacen y de almas que mueren. Todas las posiciones éticas caben en la Navidad: los más cínicos sacan pecho y reivindican su evidente impostura. “¿Que no veis que se trata de un juego del capitalismo?”, cuestionan ufanos creyéndose el nuevo Lenin ibérico. Otros la abrazan con la candidez del pez que muerde el anzuelo, ignorando por completo el mundo que tienen encima de su lomo. Luego, claro, están los funcionarios de la Navidad: muertos vivientes que aceptan lo que viene con la indiferencia de los dioses del futuro.

Curiosamente el hecho de pertenecer o no al Upper no varía mucho la posición ética respecto la cual se juzga la Navidad. Esto les puede costar de aceptar a los ilustres vecinos upperdiagonalers, pero hasta que la robótica no acabe de dividir la especie entre mortales y transhumanos, todas seguiremos obedeciendo al ritmo ciego de nuestro deseo. Y aquí es donde queríamos llegar: la diferencia radical entre uppers y no uppers en estas señaladas fechas se vive en las carnes de las madres y padres de chavales lo suficientemente mayores como para ser conscientes de la existencia de la Navidad y lo suficientemente jóvenes para no darse cuenta del engaño del que forman parte. Aquí el capitalismo ataca a lo más preciado que existe: el amor de un padre o una madre hacia sus hijas o hijos.

El niño upper verá su deseo colmado de cosas de colores; abrirá los regalos con la energía del cocainómano, pasando de uno a otro sin tiempo de prestar atención al anterior.

Porque, a no ser que tus vástagos de ocho años estén bien adoctrinados en el marxismo y el psicoanálisis para entender el vínculo que establece la materia con el objeto de deseo (sea un barco pirata, una mano-loca, la nueva Play Station o cualquier mierda con la que jueguen lxs niñxs hoy en día), se llevarán una desilusión cuando vean que los Reyes les han traído una pelota deshinchada y un paquete de clínex con dibujitos de dinosaurios. Al verlo, se preguntarán cosas que erizarían el vello de una roca. Y aquí empieza el proceso de subjetivización de clase que cobrará una voz interna. Esta podría ir más o menos así:

—Si saqué las mejores notas de la clase y me esforcé para hacer los todos los deberes como me dijeron papá y mamá, ¿por qué? Ayudé a cruzar la calle a un señor muy mayor, ayudé con las bolsas de la compra… ¿Qué he hecho mal? ¿Es que he sido… un mal niño?

Papá y Mamá se miran desconsolados. Se sienten malos padres. Culpa.

Por el contrario, el niño upper verá su deseo colmado de cosas de colores; abrirá los regalos con la energía del cocainómano, pasando de uno a otro sin tiempo de prestar atención al anterior. El goce sin límite justificará su camino vital. La voz interior le dirá: “Vas bien, el futuro es tuyo”.

—¡Uaaaaau! ¡Papi, mami! ¡Muchas gracias!

—No me las des a mí, hijo. Te lo mereces. Has sido un buen hijo.

Papá y Mamá sonríen. Son unos buenos padres, no tienen ninguna duda. Orgullo.