La fruta es sana, nos repiten una y otra vez médicos y nutricionistas. Y encima, bien rica y dulce. Pero lo cierto es que las peras, manzanas y albaricoques que comemos se producen a costa de la salud y los derechos humanos de cientos de temporeros que cada verano aterrizan en Lleida para recogerla. Al escucharlos, el gusto se vuelve amargo en la boca.

“Quien dice campo, dice abusos. Quien dice campo, dice esclavitud. Quien dice campo, dice acoso”, denuncia Serigne Mamadou. Este temporero y activista senegalés que lleva veinte años en España – y tiene los papeles desde hace solo siete – saltó al debate público hace un año y medio, cuando publicó un respondiendo a las propuestas de política migratoria de Vox. Desde entonces, Mamadou se ha convertido en uno de los rostros de la lucha contra jornadas extenuantes y salarios de miseria. Él es uno más de los temporeros migrantes que trabajan en el campo en Catalunya, que representan un 71,5% del total de personas dadas de alta en el Sistema Agrario del Régimen General de Cotización en Catalunya, según datos de julio.

Ni bien pagados ni bien alojados

El convenio agrario que regula las condiciones de los temporeros establece un salario que hace tiempo que no se actualiza, de modo que queda por debajo del salario mínimo. “Si se aplica el salario mínimo, que es para cualquier trabajo, deberían pagarse unos 7 euros la hora pero la realidad es que se están pagando unos 6,90 y, en muchos casos, menos”, apunta la abogada Mercè Jordana, miembro de la organización Fruita amb Justícia Social (FJS) y de la Comisión de Derechos Humanos de Lleida. Aunque se podría revisar el acuerdo, solo tienen potestad para hacerlo la patronal y los sindicatos mayoritarios, que son CCOO y UGT y “no tienen una vinculación real con los trabajadores”.

Por otro lado, aunque el convenio establece jornadas de 8h, con la posibilidad de ampliarlas a 10, los trabajadores denuncian que pueden llegar a trabajar hasta 12 o 13 horas. “Lo malo de la fruta es que sabes cuándo entras pero nunca cuándo sales”, relata Laura (nombre ficticio), una joven que trabajó este verano en la cooperativa de la localidad de Soses. Ella no se dedicaba a recoger la fruta, sino a tareas de embalaje en el almacén pero también allí llega la explotación y la precariedad. Laura consiguió el empleo a través de una Empresa de Trabajo Temporal (ETT), un nuevo actor llegado hace poco al sector cuya presencia ha crecido como la espuma durante los últimos años. Antes, la mayoría de las contrataciones se hacían a través de las bolsas de trabajo de los sindicatos pero cada vez gestionan menos personas. “Nadie cambia de servicio si el nuevo no le sale más barato. Las ETTs suponen un aumento de la vulnerabilidad y la precarización”, advierte Llibert Rexach, portavoz de FJS.

Y es que otro de los aspectos del convenio que no se cumplen es el que afecta a la vivienda. Según el acuerdo, los agricultores tienen la obligación de proporcionar alojamiento a cualquier trabajador cuya residencia habitual se encuentre a más de 75km. Esta responsabilidad no incluye, sin embargo, a las ETTs, que no preguntan por el origen al temporero. El agricultor, por su lado, se desentiende y así, cuando todo el mundo se lava las manos, se generan las duras escenas que hemos visto una y otra vez en las noticias durante el verano: alrededor de 200 temporeros durmiendo en las calles de Lleida. Y los que no se ven en las cámaras, es habitual que acaben en chabolas o infraviviendas que se han buscado ellos mismos o les ha proporcionado su empleador. “Nosotros pedimos que la contratación se haga a través de un servicio público que fiscalice y garantice que estas cosas no pasen”, afirma Rexach.

También es habitual que los temporeros se vean sin un techo entre contratos o durante los primeros días de su llegada, cuando aún no han encontrado trabajo y no es obligación de patronal dárselo. En esos casos, suelen alojarse en la red de albergues públicos que hay en todo el territorio. Pero resulta que en Lleida, la capital frutera de Catalunya, no hay ninguno. El actual gobierno de la Paeria llevaba en su programa electoral su apertura en 2020, pero “solo abrieron un , donde dormían centenares de personas juntas”, explica Rexach.  De hecho, fueron dos, pero con un único servicio de atención, con duchas, guardarropa y alguna comida al día, además del seguimiento de trabajadores sociales. Un escenario donde se hacía muy complicado, si no imposible, mantener las medidas sanitarias para evitar contagios de Covid.

Inspecciones que no llegan a tiempo

Desde Fruita amb Justicia Social reclaman la intervención de Inspección de Trabajo. “Legalmente, pueden personarse de oficio, sin que se haya puesto una denuncia. Es lo que pedimos cada año, porque si no, entre que la admiten y van, aquel temporero ya está ganándose la vida en otro campo y no se pueden contrastar los hechos”, reclama Jordana. La abogada considera que “si se pusieran sanciones ejemplares, no se infringiría la norma laboral de manera tan flagrante”.

Para Josep Burgaya, decano de la Facultad de Comunicación y Empresa de la Universitat de Vic y doctor en historia contemporánea, se trata de un problema estructural. En un sector donde el margen de negocio es muy reducido, el beneficio sale a costa de la mano de obra mal pagada, formada a menudo por migrantes en situación vulnerable dispuestos a aceptar condiciones terriblemente precarias. Según Burgaya, “el problema de fondo es el modelo económico low cost: la paradoja es que los precios bajos que aparentemente nos benefician, porque tenemos rentas bajas, nos acaban condenando a no tener trabajo, cuando las empresas se marchan a lugares donde las condiciones de trabajo también sean low cost”.

«Y los más vulnerables, el último eslabón de esta cadena de explotación y malas prácticas, son las personas migrantes en situación administrativa irregular, que representaron hasta un un 40% del total de temporeros acogidos en el pabellón de urgencia abierto en 2019, según FJS». Su vida nómada es incompatible con los ya de por si difíciles requisitos que establece la Ley de Extranjería para conseguir permisos de residencia y trabajo: dos o tres años de residencia continuada (depende del supuesto) y un contrato de un año a jornada completa, con un salario superior al mínimo interprofesional. Algunos, atrapados en la temporalidad del campo, acaban comprando esos contratos.

“La única solución es la regularización y que la Generalitat cambie el modelo agrario” concluye Rexach. “Hacen falta reglamentos públicos para que estos productos no se puedan vender en nuestros mercados, del mismo modo que no se permiten productos tóxicos. Estas frutas son tóxicas moralmente”, añade Burgaya.

También te podría interesar esta entrevista en Cat Radio con Llibert Rexach, portavoz de FJS