Si montaran un concurso de miss Barcelona, el Gòtic sería el tópico: bonito por fuera, problemas emocionales por dentro.

El otro día hablé con una persona sobre la Rambla que la mayoría de nosotros no llegó a conocer. Discutíamos sobre los bancos solitarios, cerca de Canaletes. Al parecer, existen desde hace mucho y son lo que resta de un tiempo en que los locales pasaban la tarde mirando el ir y venir de la calle, donde se paseaba gente de todo tipo, de pijos a criminales, punks, hippies, prostitutas, marineros, gitanos. En plan rumba catalana.

La misma práctica ahora te podría llevar al borde del existencialismo nihilista. Lo que verás será todo menos emocionante: muchísimas bolsas de cadenas internacionales, turistas maquilladas con sus chanclas de marca y rostros marcados por las gafas de sol y, sobre todo, la sensación de que nadie disfruta realmente de su entorno, accesible apenas por la cámara delantera de un smartphone.

Al contrario del resto de la ciudad, los vecinos del Gòtic somos los únicos que podemos presumir de vivir en un entorno de calles pensadas en base a la escala humana, y no en la de un coche. Hay bancos, parking para bicicletas, flechas que indican caminos a pie y tiestos con plantas.

Si no fuera por la cantidad masiva de atropellos humanos, el entorno sería encantador. Si no fuera por el olor a pis, sería agradable. Si no fuera por las latas de birra en el suelo, sería perfecto. Tenemos las mejores farolas de la ciudad, listas para salir en cualquier Instagram de un viajero influencer, y fuentes que hipnotizan al viandante más distraído, como la de la plaça Sant Felip Neri. Tenemos más sitios, que no los de la Rambla, para sentarnos, y también nos podríamos sentar en escalones, muros y otros sobresalientes del suelo, porque no hay coches.

Pero igual que difícilmente esa cómoda de IKEA hace que las cosas vayan a mejor con tu pareja, tampoco las farolas de carrer Ferran arreglan el conflicto humano que se vive en el Gòtic. En el fondo, es como intentar compartir una buena y dispendiosa mesa, y pretender que una parte de los participantes cene tranquilamente mientras la otra baila claqué encima de ella.

La perversidad encuentra ejemplos muy concretos en los parques infantiles que se construyeron en el barrio —en la plaça Joaquim Xirau o en la plaça George Orwell. Nunca había experimentado el problema tan gráficamente como el día en que un turista bajo el efecto de una droga desconocida gritaba mientras se enrollaba en una cinta de casete. Todo bajo la mirada de una madre y un niño que habían tenido la infeliz idea de usar el columpio de la plaça del Tripi.

En ese momento dudas de que todo lo que te rodea esté hecho para ti y empiezas a darte cuenta de que envidias los contenedores de reciclaje de otros barrios. Porque claro, nuestros cestitos de basura son más monos, y total, para poner algún papel de helado ya están bien.