Había pasado mil veces por delante y nunca había visto a nadie dentro. Clientas, digo. La mayoría de las veces solo había un par de chicas solas, esteticistas asumía, chinas o coreanas, tengo poco ojo para eso, parloteando con el manos libres y como ignorando la existencia de todo a su alrededor: del salón de belleza, de su compañera de turno, de los transeúntes que se miran en el reflejo del gran escaparate poniendo cara de selfie mientras siguen su camino Roger de Flor amunt, Roger de Flor avall.

Solía pararme frente al gran escaparate haciendo como que leía las ofertas, expuestas en pegatinas de esas que se enganchan letra por letra, y algunas se caen y otras son arrancadas por tahúres de la ortografía (más bien torpes y sin gracia, en este caso). “Neteja fac al”, “Unas de gel” y “Ped cura” eran algunos de los servicios que ofrecían, y a precios muy competitivos, así que me extrañaba bastante que nunca nunca nunca hubiera ninguna clienta dentro. Aunque, en realidad, no me detenía frente al escaparate para curiosear los precios; me fascinaba el ensimismamiento de esas mujeres ajenas a todo lo que las rodeaba. Ni una vez conseguí cruzar una mirada con ninguna de ellas y eso que, a medida que pasaba el tiempo, dejé de disimular y buscaba el contacto visual sin ninguna sutileza, en plan ¿me ves o QUÉ? Pero nada. Incluso cuando sus miradas se perdían en algún punto de mi lado del escaparate, sus ojos me seguían invisibilizando. Las abúlicas esteticistas continuaban conversando dramáticamente (porque en chino todo suena muy dramático) con quién fuese que les seguía el rollo al otro lado de sus iPhones, ignorando por completo mi presencia clavada en la acera, apenas a un metro y medio de sus narices.

Soy más voyeur que detective o reportera; no tengo la necesidad de resolver enigmas ni de escudriñar razones lógicas sobre lo que observo. Solo disfruto viendo, y aún más lanzando hipótesis descabelladas sobre lo visto. La mayoría de las veces, la realidad detrás de una escena extraña es mucho más aburrida que una conjetura fantasiosa. Así que no voy a decir que entré impelida por la intriga de resolver el misterio de las esteticistas ensimismadas y el salón de belleza fantasma. Realmente necesitaba una pedicura y quería probar lo de las uñas de gel. For realz. Así que pensé que podría ir allí. Supuestamente las chinas son las mejores trabajando las uñas, y aunque las esteticistas ensimismadas no parecían practicar muy a menudo su técnica, tampoco mis uñas roídas merecen técnicas muy minuciosas.

Había dos chicas, las miré desde fuera antes de entrar en el salón. Hablaban entre ellas, una sentada y la otra de pie, sin despegar la vista de sus móviles. Cogí aire antes de poner un pie dentro e interrumpir con mi aparición esa atmósfera de indolencia que se atisbaba desde el otro lado del escaparate. Tenían puesto el hilo musical con una música muy ñoña de pop-star adolescente chino. En general, todo tenía un aspecto un poco más sucio de lo que parecía desde el exterior. De cerca se podían apreciar las manchas de salpicaduras en la pared deslucida, las arrugas en los pósters, la capa de polvo que cubría la vitrina de cosméticos, y otros detalles así, entre tristes y roñosos.

En un primer momento, las chicas levantaron su mirada hacia mí con desconcierto, pero sonriendo. Yo también sonreí.
—Hola, para una pedicura y las uñas de gel, ¿puede ser? ¿Ahora?

Me sentía un poco imbécil porque la frase me salió como si fuera imbécil. Era obvio que no había más clientas, pero aun así me parecía arrogante dar por sentado que me podían atender en aquel momento. Convenciones sociales del salón de estética, qué quieres que te diga. De todos modos no me entendieron.

—Pedicura, uñas de gel… —repetí, señalando las pegatinas del escaparate—. Es lo que hacéis aquí, ¿no?

Qué ingenua soy a veces.

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La cándida protagonista se ve envuelta en una trama donde los esmaltes de uñas, un potingue pegajoso de color rosa y momentos de vergüenza ajena memorables salpican todo el relato de ternura, comicidad y sensualidad en dosis ingentes.