Pedicura, uñas de gel… —repetí, señalando las pegatinas del escaparate—. Es lo que hacéis aquí, ¿no?

Qué ingenua soy a veces.

[quote align=»left»]Me sentaron en un escritorio de manicura bastante guarrete y cada una me empezó a trabajar una mano mientras comentaban vete tú a saber qué entre ellasFinalmente me entendieron. Fue un momento extraño. “Mierda, qué coño hago aquí, no saben ni de lo que hablo, me van a hacer una carnicería”, pensé. Pero ya era demasiado tarde para dar marcha atrás, así que dejé el destino de mis uñas en manos de la providencia china. Desde ese momento, las esteticistas ensimismadas cambiaron de tercio y todo fueron sonrisas, amabilidad y un ligero sobeteo que, qué quieres que te diga, no me molestó lo más mínimo, ¡al contrario! ¡Por fin yo era su objeto de ensimismamiento! Me sentaron en un escritorio de manicura bastante guarrete y cada una me empezó a trabajar una mano mientras comentaban vete tú a saber qué entre ellas. De vez en cuando me dirigían una sonrisa y me decían alguna chorrada sin prejuicio ni moraleja, tipo “tú come las uña”. Era como estar en medio de una performance privada e interactiva. Me moló.

Después de una hora larga de limado, gel pegajoso, máquinas raras, más limado y acabado final de laca rojo pasión, me hicieron sentar en un sillón cochambroso para la pedicura. Tenían el ¡Hola!, así que yo feliz. Hasta el momento, mi visita al misterioso salón de belleza sin clientas transcurría con decepcionante normalidad. Pero justo cuando, pies en remojo, estaba a punto de entregarme a una divagación mental de las razones por las cuales no entraban otras clientas, alguien irrumpió en el saloncito. ÉL entró. Un viejales gordo y andrajoso con un carrito de la compra se plantó en medio del saloncito, apropiándose del territorio con su desaliñada estampa.

—¿Está la jefa? —espetó el viejales, como si hablara con un póster.

Las chinas, ni caso. Una ocupada en comprobar si mis callos ya estaban blanditos. La otra ni levantó la vista de su iPhone. El viejo no se movió, tampoco dijo más. Por un momento pensé que el viejo era un fantasma y el salón una antigua frutería y que estaba yo presenciando una escena del pasado en plan Cuarto Milenio. ¡Ven a ver esto, Iker Jiménez! Pero las chinas se delataron con un sagaz cruce de miradas… Que quede claro que yo en ese instante no cupe en mí de gozo del guarro. ¡Me estaban haciendo luz de gas! Fuera lo que fuera lo que tuviera que ocurrir normalmente en esas circunstancias no podía tener lugar, ¡porque estaba yo delante! Los minutos pasaban y el viejo seguía mirando el póster con ojos vacunos, y las chinas ignorando su presencia. Y yo, disfrutando de esa tensión violenta y reconcentrada, estaba a punto de estallar de risa cuando otra china salió de la trastienda seguida por un hombre altísimo y calvísimo. El universo estaba de mi parte, eso no se puede negar. El hombre me miró, dijo buenas tardes, pagó 30 euros en el mostrador (cuando quiero tengo vista de águila) y se fue. Mientras tanto, el viejo había recogido su carrito y se había metido en la rebotica sin terciar palabra con nadie. La tercera china en discordia se metió tras él.

Fundido en negro.