Para ti y para mí, que vivimos de alguna forma en familias, todo lo que sucede al margen de la institución nos resulta desconocido. Y no me digáis que pasáis de la familia porque alguna tenéis, sea la biológica o la elegida. Para quienes están fuera de la red con la que los demás salvamos las caídas, quedan las instituciones. Los albergues sociales, las casas de acogida o un programa pionero que nos saca a todas del tiesto: Housing First.

Más de 30 fundaciones privadas sin ánimo de lucro se coordinan con el Ayuntamiento de Barcelona en la Red de Atención a Personas Sin Hogar. A pesar de sus esfuerzos y de los presupuestos, el número de gente durmiendo en la calle no solo no baja, sino que no para de crecer. En 2008 eran 658, en 2011, 838. Este año los voluntarios han contado 1.026. Si sumamos las 1.954 que duermen en equipamientos de entidades sociales, son casi 3.400. La mayoría hombres, por cierto, que las mujeres en eso de crear red siempre hemos ido por delante.

En ese contexto, en el año 2015, nace el programa Housing First, importado del norte de Europa, como todo lo que viene a romper esquemas. Como su nombre indica, se trata de dar a las personas que no tienen hogar, lo primero, la casa. Mucha de la gente que duerme en la calle tiene problemas crónicos que no se pueden resolver en los centros donde se comparte habitación y en los que, sobre todo, hay unas normas. Para ellos los albergues son poco menos que cárceles. Lugares donde se les exigen ciertas cosas para la normal convivencia de todos. No se puede beber o las cosas se deben guardar en unas taquillas. Y aunque parezca mentira para esa gente no había casilla en la que encajar.

El programa piloto consta de 25 pisos en manos de Sant Joan de Déu, una fundación privada sin ánimo de lucro, religiosa sí, pero separada de temas eclesiásticos en lo que a servicios sociales se refiere. Y los pisos, que gestiona en nombre del Ayuntamiento, tienen diversa procedencia: algunos son de la orden, que los cede, y otros se alquilan en el mercado privado con cuenta a la partida presupuestaria correspondiente (la de servicios sociales, és clar). Solo una persona ha supuesto un fracaso total, el resto continúan viviendo en ellos después de casi 3 años. Los requisitos son pocos y claros: que la persona no cree problemas de convivencia, que acepte la visita de los trabajadores sociales una vez a la semana (sin obligación de nada más) y que ayude al pago del alquiler en una pequeña proporción. Pueden ser desde 20 euros hasta unos 100, siempre sin superar el 30% de los ingresos del usuario en cuestión. Con los tres requisitos se fomenta la corresponsabilidad, explica Salvador Maneu, director de Sant Joan de Déu.

¿Qué me cuentas? Los 25 afortunados venían de situaciones muy complejas, “con consumos activos o patologías mentales”. Y de un día para otro, salen de la calle. Personas que no están preparadas para pasar por los centros donde todo progreso se consigue a base de “logros positivos”, como explica Maneu. Entusiasta, resalta que la “principal virtud” del programa es que “pone en crisis al resto de metodologías”. Porque si te atreves a dar una vivienda a personas que “de entrada no lo tendrías nada claro, ¿qué hacen el resto en centros como los albergues u otros equipamientos?”. No es un jaque mate, porque no todos los perfiles tienen las mismas necesidades, pero este nuevo modelo desafía lo establecido y “obliga a que todos los profesionales se resitúen”.

Dar primero el hogar es una manera mucho más respetuosa con los ritmos de cada uno de abordar un problema. Una persona que ha estado 20 años en la calle bebiendo y consumiendo de todo, ¿cómo va a rehabilitarse en tres meses en un centro con unas normas claras? Los profesionales de Housing First asumen que acompañan, no guían. Invaden mucho menos la vida de las personas. Puede ser una revolución a la hora de que los trabajadores sociales se planteen sus frustraciones y empiecen a tomar decisiones distintas.

Para muestra, un botón. Después de entender el programa fui a visitar a José Robles, un señor de 62 años que desde hace casi dos tiene piso. Se separó y allá por los 90 empezó su descenso a los infiernos. De beber pasó a drogarse, a traficar y dio con sus huesos en la cárcel. En sus idas y venidas llegó a verse saliendo de su cuerpo y abandonando este mundo. Hoy lo sé porque me lo cuenta, pero no lo sospecharía. Su sonrisa agradece hasta el infinito esta oportunidad de resucitar. Cobra su pensión, se toma sus cañas y se fuma algún porrillo, pero ahora vive, no solo sobrevive.

Lo sé, saltan las alarmas neoliberales. ¿Por qué tendría una sociedad que mantener a alguien en esta situación? Primero porque la civilización se mide en términos como este. Y segundo, porque es más barato. En un centro colectivo se cubre la alimentación, así que hay que pagar un comedor. Y un servicio de limpieza, más los vigilantes de seguridad. En una casa, el usuario es Juan Palomo. “Si tenían estrategias para buscarse la comida cuando estaban en la calle, también las tienen ahora”, cuenta Maneu. El reto del futuro consiste en no incapacitar socialmente a las personas, sino en reforzar sus potencialidades. ¿Y habéis pensado en que además de todo eso, se puede recuperar de verdad a las personas para construir una sociedad mejor?