No es que se empequeñezca, sino que más bien se torna una vasta extensión incalculable y, muy importante, oscura. Así me ha venido sucediendo con el confinamiento, que las cuatro paredes de mi casa se me amplían y me han ensordecido el ánimo de una manera bestial. Os puedo asegurar que el espacio es tan solo una cuestión mental.

Hace 23 días que Hijita no venía a casa y se quedó 4 conmigo. Ya se ha vuelto a marchar a casa de su madre. Volverá en 4 días y, se supone que, a partir de ahí, los cambios de la guardia y custodia serán regulares.

Veintitrés días de oscuridad.

Sin embargo, desde el primer momento que apareció, la luz se concentró en un punto, mínimo pero suficiente para la supervivencia: su rostro.

De repente sus ojos se convirtieron en mi locus amoenus particular.

Esto también es un espacio mental, desde luego.

Qué alegría, además, saber que Hijita saldría a la vida por fin (aunque fuese apenas un trayecto de unos minutos, en taxi), de mi mano.

Pero lo importante aquí y lo que os quería contar es que me fui caminando a buscarla (me pareció más seguro que coger el metro o un autobús). Desde mi casa a casa de su madre hay unos tres kilómetros. Crucé la ciudad, aproveché para pedirle a un amigo que saliera al balcón para saludarle y observé. La ciudad parecía un páramo feliz donde cantaban los pájaros y faltaban (felizmente) los coches y las multitudes. Gente había, aunque no demasiada (sí en los paseos ajardinados y en los parques, paseando a los perros). El resto era silencio.

Se sentía uno al raso (ciertamente desprotegido), pero qué sensación de libertad el poder pasear por la ciudad a solas, sin prisas y con los ojos como recién pegados al rostro

Qué alegría, además, saber que Hijita saldría a la vida por fin (aunque fuese apenas un trayecto de unos minutos, en taxi), de mi mano.

Venía sentada encima de mí, en la parte de atrás. Yo no hacía más que besarla, cuando me dijo: fíjate, papá, no hay nadie por la Gran Vía. Y era cierto, la Gran Vía se había convertido en un páramo; yo, sin embargo, me sentía acorazado, inmune. Y la intemperie me pareció tan gozosa como si el mundo se acabara de crear en ese mismo instante, para nosotros dos.