Decía Paul Elouard que, aunque le tocó vivir dos guerras mundiales, lo fundamental en su educación fueron los años de la infancia. He tenido la suerte de no verme involucrado en tales eventos, nací en Barcelona el 15 de marzo de 1946, el mismo día en que Julio César desoyó el consejo de no salir de casa.
Nací en el número 21 de la calle Robador, en el bar La Pilarica. El bar lo fundó un tío de mi padre, el año 1918. Hasta el año 1936 fue, según me contaron, un negocio próspero frecuentado por la numerosa comunidad aragonesa que vino a nuestra ciudad para construir la línea 1 del metro y otras reformas necesarias para la Exposición Universal del año 29.
Los aragoneses de entonces se quedaron en Barcelona y se fueron catalanizando. Los supervivientes de la Guerra Civil siguieron acudiendo los fines de semana a La Pilarica, a encontrarse con sus paisanos, cantar la jota y tomar caracoles y chatos de vino.
Mi infancia transcurrió entre el bar y el Colegio Hispano-Americano, en la calle Ferlandina, también en los numerosos cines de reestreno del barrio; uno de ellos, el Argentina, tenía su entrada en la calle Sant Sadurní y la salida en la misma calle Robador. El territorio más allá de las Rondas me era desconocido.
El Barrio Chino, ese que ahora se empeñan en llamar el Raval, era para mí un lugar absolutamente normal, nunca me planteé si era o no un lugar de mala fama.
Putas, macarras, legionarios de uniforme, músicos ambulantes, mariquitas, jugadores de ajedrez, clientes habituales que venían a comprar un cuarto de moscatel o una gaseosa, aglomeraciones de los sábados por la noche, mancos, cojos, ciegos, todo absolutamente normal.
Mi calle Robador, entre el año 46 y el 61, tenía de todo, como cualquier otra calle popular: colmado, lechería, panadería, farmacia, carpintería, tocinería, lavadero público, restaurantes económicos, bares, meublés y expendedurías de preservativos. En la trastienda de la lechería tenían una vaca de verdad e íbamos a comprar la leche recién ordeñada, con una lechera de metal.
Había bares “de barrio”, como La Pilarica, La Jota y la bodega de La Viuda, y los bares de putas. También eran parroquianas habituales, en La Pilarica, algunas “mujeres de la vida”, así las llamaban; eran como de la familia y, una vez que permanecí varias semanas en cama debido a una enfermedad reumática, nuestras “mujeres de la vida” me compraban tebeos, eran muy simpáticas.
Recuerdo que al principio teníamos que ir a comprar con la cartilla de racionamiento y que el aceite lo vendían a granel, podías comprar un cuarto o medio litro, según te correspondiese.
La basura la recogían en un carro descubierto arrastrado por un caballo. Al oír la trompeta, con la cual el basurero anunciaba su presencia, sacábamos a la acera los cubos con los desperdicios, y el basurero, según se los iba encontrando, los alzaba y abocaba la basura al carro; no toda caía dentro, pues el caballo acostumbraba a seguir su marcha y se cagaba de vez en cuando, así que, después de pasar el basurero, la calle estaba mucho más sucia que al principio.
Y en mi calle jamás entraba el sol.