«La familia birrera hace planes para seguir la fiesta en un after. Por su parte, la familia dominguera y amante de la procreación sigue su curso con una medida y eficaz diligencia, como lo haría un ejército en formación, no sé si hacia alguna iglesia o qué.»
Mi resaca y yo desayunamos en una soleada terraza de Gràcia, que no es la mía. Es domingo. Al asomarme a la calle, veo a unos puretas risueños. Son más de las doce del mediodía. Van sin camisa, latas rojas de Estrella en la mano. Hablan con voz fuerte, como quien siguiese escuchando en su cabeza una música festiva. Llevan chalecos vaqueros, con chapitas y parches, que vienen directamente de los años noventa, con su misma mugre adherida. Salen de un local okupa.
Entonces, de repente, aparece su némesis: una rubicunda familia del barrio. Padre, madre y dos hijos, endomingados: hermosos en su pulcra inocencia. De purísima y oro, que diría aquel. La estampa no puede ser más elocuente: ahí tenemos a las dos Españas. A la fértil del capitalismo y a la del anarquismo del birreo. Ambos grupos son más o menos de la misma edad. Los adultos entre los 45 y los 50.
La familia birrera (se nota que en el cuerpo llevan algo más que birras) hace planes para seguir la fiesta en un after. A varios de ellos el móvil se les ha quedado sin batería (dios sabe la de horas que deben llevar de fiesta). Por su parte, la familia dominguera y amante de la procreación sigue su curso con una medida y eficaz diligencia, como lo haría un ejército en formación, no sé si hacia alguna iglesia o qué. Marchan tranquilos y ordenados; en contraposición al caótico diligente divertimento en el caminar de los anarquistas sentimentales, que no paran de hacerse chanzas entre ellos.
Mientras el café me quema en la lengua prendo uno de esos cigarrillos lúbricos poscoitales, miro sereno al cielo y trato de decidir cuál de las dos facciones me representa más.
Las volutas canallas del humo se ven radiantes contra el espejo del cielo azul, pienso.