Estar entre dos aguas me tiene atontá perdida. Sigo las noticias de mi patria y me parecen algo lejano y casi como de broma. Sigo las noticias de México y no puedo creer que estén ocurriendo las cosas que ocurren tan cerquita de mí. Es como si aún no hubiese aterrizado y estuviese en una especie de limbo en el que todo me es un poquito ajeno.
A Barcelona ya no le sigo la pista. Sé que mis mejores amigos han adoptado un perro, que se ha montado un sindicato de inquilinos, que aluviones de turistas siguen inundando las calles y que uno de mis bares preferidos, el Anduriña, en el passeig de Pujades, ha cerrado. En su lugar han abierto un Doner Kebab. Bye bye a mi plato combinado preferido para acompañar las resacas: el número 11, escalopa con pimiento verde frito y su bien de patatas fritas de las de verdad. Bye bye con la mano en el corazón.
Cuando te vas a vivir fuera no te haces a la idea de que la Tierra sigue girando. Te parece que lo que dejas atrás se va a quedar para siempre como estaba cuando te fuiste. Pueden cambiar las leyes y los gobiernos, el clima, las modas y la programación de la tele, pero tu bar favorito… ¡no puede cerrar! ¿Cómo va a ser eso?
Con la desaparición del Anduriña, se desvanece un hueco del decorado que formaba parte de una etapa de mi vida que ya pasó. La foto fija de Barcelona que está almacenada en mi cerebro ya no se corresponde con la realidad. Y puede que cuando regrese de visita todo me parezca ajeno y casi de broma. Después de navegar por las calles llenas de socavones y tráfico salvaje del DF, un paseo en bicicleta por el passeig de Sant Joan en dirección a Gràcia me resultará idílico… Cuando antes me agotaba y se me hacía interminable.
Deambular por La Boqueria va a ser como visitar una boutique de lujo comparado con callejear el laberíntico Mercado de la Merced. Y seguro que echaré de menos los puestos de brujería del Mercado de Sonora, segurísimo.
En realidad me ha ido bien que cerrasen el Anduriña: ha sido una toma de contacto con la realidad. Un recordatorio de que la vida no se detiene. De que cuando vuelva las cosas no estarán igual que cuando me fui. Tampoco las personas, y no podré reprocharles nada. Escapando de mi rutina, también me esfumé de la suya.
Y pienso en las cosas que dejé por hacer en Barcelona, por aquello de la pereza y de tenerlo tan a mano, y me inquieto. Porque ahora me doy cuenta de que existe la posibilidad de que nunca llegue a hacerlas. Nunca visité la Biblioteca Pública Arús, por ejemplo, con lo que me gusta a mí la masonería. Y tiene delito porque vivía a cinco minutos.
Y aunque de niña me fascinó el Museo de los Autómatas del Tibidabo y juré que tenía que regresar de mayor, tampoco lo hice. 16 años en Barcelona no fueron suficientes. Así como tampoco volví a pisar un bar de Santa Coloma de Gramanet en el que entré una vez por casualidad y me sirvieron el mejor sol y sombra que jamás haya probado. En copa calentita y con dos granos de café tostado.
Nunca entré en el Museo de Cera, y no será porque no me atraiga lo kitsch. Y nunca comí en el Botafumeiro de Gràcia, aunque en mi época de estudiante escurada siempre que pasaba por delante me prometía a mí misma que el día que empezara a ganar pasta de verdad, iría. ¡Qué candidez la de la juventud! Voy a cumplir 35 y creo que cobro menos ahora que con mi trabajo a media jornada de entonces.
Ahí va mi mensaje para Barcelona: no me arrebates aún los sitios que he nombrado, ¡dame una última oportunidad, por favor te lo pido! Y tampoco me cierres La Mariona, mi otro bar favorito, o me verás cabreada.