Las obras en Barcelona adquieren siempre cierto aire sagradafamiliaresco. Un sinfín, un pozo sin fondo, un mercat de Sant Antoni. El caso que nos ocupa esta vez es la estación de La Sagrera & Co., que se licitó en 2009, se paró en 2014 y se acaba de retomar hasta su fin en 2020, si Santo Adif y el gobierno de turno lo quieren. Aunque ni eso está claro. De nuevo, ante nosotros, un macrocosmos de chapuzas para ser observado con lupa.

Decir 2020 ya es optimista, porque no se trata de levantar una estación o de terminar de hacerla, no.

First of all se tiene que instalar la “losa inferior”, es decir, la base sobre la que se construirá la estación de la Sagrera. A su vez, hay que terminar el colector de Prim que deberá pasar por debajo de las vías y que no se terminará hasta junio de este año. Para sumar las dos naranjas que faltan al juego de malabares a cuatro, cuenten los accesos y la estación de Sant Andreu Comtal. Con tono de circo: tititiri tiririririri.

Antes incluso de empezar a jugar, hay que limpiar el agua y toda la flora que se ha expandido por las obras en estos 4 años de parada absoluta. Incluso la teniente de alcalde de Urbanismo, Janet Sanz, rebajaba las aspiraciones del ministro de Fomento, Íñigo de la Serna: “El ministro se tiró a la piscina con los plazos”. Ella preferiría pedir que las obras no se paren y se terminen cuanto antes. Hay que decirlo, su reanudación es fruto de un acuerdo entre el ministro y la alcaldesa, Ada Colau.

La estación tendrá 295.000 metros cuadrados, medirá 550 metros y albergará hasta 10 vías. Lo mejor de todo es que sobrarán 180.000 metros para uso terciario, aún por definir. En los planes de Trias era un centro comercial, en los de Colau pinta más bien oficinas y comercios varios, aunque no se ha concretado nada y tampoco sabemos quién estará al mando de la ciudad cuando se termine.

A la Sagrera llegará el AVE, los Rodalies, el metro, el bus y el Bicing. Así que también llegarán los hipsters, los especuladores y la gentrificación. Quizá es el rumbo de los tiempos. Pero ya nadie habla de la corrupción, y es lo que llegó antes que nada. Las obras empezaron en 2010, y se pararon tras destaparse un nido de buitres que habían inflado la obra de sobrecostes un 258%. Básicamente, las empresas estaban cobrando obras que aún no estaban empezadas. Solo en intereses financieros por la demora, la parada de las obras le estaba costando a Fomento, Generalitat y Ayuntamiento 20.000 euros diarios, que se dice pronto.

¿Tendremos, cuando sea, una estación como el siglo XXI manda? Tampoco lo parece. El proyecto es el ojito derecho del gobierno español, pero ni al Ayuntamiento ni a la Generalitat les convencía. Incluso cuatro colegios profesionales lo tildaron de “disparate”, según La Vanguardia. Una que viene de mañolandia –en cuya estación se fabrica el frío (y la llaman Delicias pa despitar, grande Leo Harlem) gracias a sus cientos de metros pasados de rosca– ha aprendido que las estaciones deberían ser, más que cualquier otro invento, funcionales, accesibles y pequeñitas. Sants mola, no hay que hacer los 100 metros lisos para llegar a destino.

Entre corrupción, retrasos e insistencia en proyectos faraónicos, el futuro pinta feo en la Sagrera. Y no será la última oportunidad de liarla, aún queda Glòries. Sin embargo, lo que más me inquieta es lo siguiente: ¿quién quiere bajarse del AVE en la Sagrera?, los cientos de ejecutivos/as que van con un petardo en el culo y aman viajar de centro a centro de Madrid a Barcelona?, ¿los turistas que buscarán desesperados la Sagrada Familia? Quizá sea eso, como siempre, y para los barceloneses de a pie siga sin haber nada. Qué penita.