Si mi capacidad de supervivencia a este virus depende del protocolo correcto del guante, mascarilla, detergente, alcohol y gel, estoy profundamente jodida. Desde pequeña que busco cosas que están en mis manos o detrás de mi oreja, y muchas veces me paro a mitad de las piernas pensando si me estoy quitando o poniendo los pantalones. Tengo la conciencia corporal de una ameba. En resumen, soy muy, muy, muy torpe. Me lo dijo mi profe de ballet a los 4 años y lo sigue pensando mi profe de pilates, aunque no lo diga. Por eso nunca me he dedicado a nada muy serio profesionalmente.

No sé si os pasa igual pero entre consejos de la WHO; de Simón, (hipnotizados por su voz sexy se nos ha pasado que al final estaba infectado, pobre hombre); de Sánchez, y su mecha blanca en el flequillo que cada día está más grande; y de todos mis primos – mi madre, extrañamente ha dejado de dar consejos en este momento, le parecía más peligroso mi viaje a Lloret de Mar con 17 años que una pandemia global de un virus desconocido (¡oye, cada uno con sus miedos!) – voy como geisha por arrozal.

En mi casa no hay niños, por eso podemos empezar a beber a las 12 h. Menos en los días que hay que ir al super. Ir al super se volvió el equivalente a la reunión más importante del año con un cliente. Empiezo a pensar en ello varios días antes. Hago anotaciones de todo lo que necesitamos en varios post-it que dejo por toda la casa. Intento planificar las comidas como las entregas de un proyecto. La noche anterior empiezo a estar un poco nerviosa y pienso en lo que me voy a poner. Algo que pueda ir a la máquina a 40 grados, claro. Pero que te dé un poco de subidón – al final, es la primera vez que otros humanos te van a ver. ¡Ponte guapa, va! El primer día me puse pintalabios. Se me había olvidado lo de la mascarilla. Cuando volví a casa la tenía manchada de rojo, parecía que había escupido sangre. Eso explicó algunas miradas y el alejamiento de todas las personas con quien me crucé.

Durante los primeros días, sentí ansiedad, claustrofobia, angustia. Ahora todo ha desaparecido – mi día es un presente constante. El virus ha conseguido lo que todos los gurús del mindfulness buscaban. No cuento los días que faltan, porque nadie tiene ni puta idea de cuántos son. Esta es mi nueva vida y me intento acostumbrar a ella. Le veo alegrías y tristezas, como en la vida anterior. Mi mundo no está del revés. Me siguen gustando las mismas cosas – leer, viajar, el cine, hablar con mis amigos, comer, los pistachos – y me siguen no gustando las mismas cosas – limpiar el baño, hacer planchas, aspirar, el neoliberalismo, Trump y el reggaetón. Si me hubiese despertado gustándome alguna de estas cosas; ahí sí, sería un verdadero drama.

*Teresa Bir escribe desde Madrid, donde se quedó atrapada por el estado de alerta.