Vivo en el barri desde hace algo más de tres años, en una zona que por aquel entonces quedaba a salvo del apocalipsis guiri. El año pasado abrieron debajo de casa un local perteneciente a una cadena de restaurantes de tapas con nombres genéricos. En su afán de hacer caja, pensaron: “¿Para qué ceñirnos a los límites que nos marca la normativa de terrazas, pudiendo ocupar con mesas el resto de la acera?”.

Durante el primer verano conseguí contener al vecino cascarrabias que llevo dentro y mi protesta se limitó a la resistencia pasiva a entrar o consumir en su local. Pero este año, viendo que se adelantaba la estación de colocar mesas fuera de lugar, dije: “Basta, prou, enough”. Basta de sobremesas nocturnas de gente que cree que está en Marina d’Or, ciudad de vacaciones; basta de tener que pedir permiso para entrar o salir de casa a comensales, a camareros y a transeúntes que se paran a mirar la carta. Como no soy un chungo, preferí comunicar educadamente a los encargados la incomodidad causada por sus mesas ocupando el espacio público, a lo que respondieron: «Intentaremos no ponerlas». Viendo que las mesas seguían colocándose fuera de lugar contra la voluntad de los encargados, pensé que la Guardia Urbana podría ayudarles. Después de decenas de llamadas, la cosa funcionó, y ahora colocan sus ocho mesas y veinticuatro sillas, ni una más, dentro del espacio que les corresponde.

A pesar de la batalla ganada, en casa hemos decidido que este ha sido nuestro último verano en el Born. El turismo de masas nos ha vencido. Buscaremos un barrio que no nos haga sentir culpables por ocupar un espacio aprovechable para la industria turística. Por cierto, tengo curiosidad por ver cuánto piden por nuestro piso cuando esté anunciado en AirBnB.