Aquella mañana sonó el despertador a las 7:00. En mi casa, en la de mis vecinos. Miles de personas desayunamos café o colacao, con cereales o galletas. Miles nos metimos en la ducha, nos lavamos los dientes, nos vestimos y con prisas o sin ellas, puntuales o con retraso, salimos de casa.

A las 7:39, a las 7:41 y a las 7:42, a miles de personas no nos pasó nada. El 11 de marzo de 2004 yo tenía dieciséis años. Los tres estallidos me pillaron saliendo de casa para ir al colegio. Pero a 27 personas de mi ciudad, Alcalá de Henares, se les acabó la vida. 191 personas que hacían su vida en Madrid, dejaron de hacerla.

Viví la confusión de los primeros momentos. Una amiga recibió una llamada de su padre, antes de que supiéramos nada, para decirle que no se preocupara, que aquella mañana había decidido ir a Madrid en autobús. Casi todos nuestros padres y madres trabajaban en Madrid. Algunos habían cogido el tren anterior, otros viajaban en los trenes que explotaron y salieron con algún rasguño, algunos se salvaron por llegar tarde, otros por coger el tren demasiado pronto. Algunos no volvieron. En Alcalá de Henares, todos conocíamos a alguien que nunca volvió.

Los miles que nos salvamos no olvidamos. Y no olvidamos porque podríamos haber sido cualquiera de nosotros. Porque quienes murieron ese día eran gente de verdad, personas que viven en la vida real. De las que madrugan, desayunan, se duchan y salen, con prisa o con retraso, a estudiar, a trabajar, a buscar. A vivir.

Un año y medio después de los atentados, empecé a coger ese tren cada día. Conozco de memoria cada estación. Alcalá de Henares, la Garena, Torrejón de Ardoz, San Fernando de Henares, Coslada, Vicálvaro, Santa Eugenia, Vallecas, el Pozo, Asamblea de Madrid-Entrevías, Atocha. Son las paradas de tren que hacían 191 personas inocentes cada día. Las paradas de tren que ningún político responsable de la seguridad de nuestro país conoce.

Diez años después, se me sigue erizando la piel cada vez que pienso en aquel día. Diez años después me sigo emocionando muy rápido cada vez que escucho una de esas historias. La de quien vivía en la calle Téllez y bajó, sin pensar en su seguridad propia, con mantas a ayudar a los heridos. La de la mujer que se metió en el vagón en Atocha y vio a los policías correr porque había otro artefacto. La de los heridos leves que se quedaron en el accidente aunque sólo fuera para agarrarle a alguien la mano. La del taxista que llevaba a gente a Ifema y no le cobraba la carrera.

La gente de verdad es emocionante. El ser humano es increíble. En un día como aquel 11 de marzo, la solidaridad no entendía de idiomas, ni de dinero, ni de tiempo. Todo un pueblo de verdad, como el de Madrid, dio todo lo que tenía por aliviar aunque sólo fuera un segundo el dolor de los demás. Y eso es un orgullo.

Quienes no viven en la vida real, no pueden sentir esta emoción. Mientras nosotros, los de verdad, intentábamos ayudar con lo que teníamos, ellos buscaban el titular que les protegiera de la debacle electoral, la noticia que diera el giro para hacerles ganar las elecciones. Muchos sentirán miedo, cargo de conciencia o vergüenza hoy. Son quienes desprecian a las víctimas o, simplemente, no saben empatizar con ellas. Porque nunca han subido a un tren de cercanías.

No me dan envidia. Ellos no pueden vivir una emoción como la que nos une hoy. No saben que el ser humano es increíble, que la vida es preciosa, que ser solidario merece la pena. No pueden estremecerse recordando toda la generosidad, la garra y el amor que da Madrid. No entienden los gestos que las miles de personas que nos levantamos a las 7 de la mañana para coger un tren, tenemos con los otros mil. En Madrid, en Barcelona, en Alcalá de Henares o en Kuala Lumpur.

Cambio todo su dinero por un instante de vida real, de vida sencilla. El sol a través de las ventanas de un tren de cercanías a la altura de Vallecas. Con el resto de mi pueblo.

Besos a todos los que sienten suyo cada tren, cada pasajero. A cada víctima. Aquel día perdimos a 191 y unos días más tarde, a uno más. Pero nuestra dignidad nos hace ganar un poquito cada día. Hoy Madrid vuelve a llorar como nunca, pero gracias a esas miles de personas, vuelve a sonreír cada día. A ganar. La vida así, siempre merece la pena.

Gracias por dejarme compartir este tren de cercanías, esta vida, con vosotros.