El ser humano no es libre, la libertad creativa es una quimera y solo lo más arbitrario conforma nuestra existencia.
Farenheit 451 es una librería móvil parecida a un camión de bomberos (una especie de book truck o de servicio de emergencias literarias) que patrulla por la comarca del Garraf para apagar los incendios mentales de sus habitantes. Un domingo de julio había programada la presentación a cargo de Pablo Martín Sánchez del libro Textos Potentes, una recopilación de los estragos que ha causado el Oulipo a este lado de los Pirineos. A pesar de lo que se ha conjeturado, el Oulipo no es una versión francesa del Calippo ni un poeta chino del siglo XII, sino el Taller de Literatura Potencial (Ouvroir de Littérature Potentielle) que crearon las degeneradas mentes de Raymond Queneau, Georges Perec e Italo Calvino, entre muchos otros, en la década de 1960.
Digamos que el Oulipo son reglas (ellos las llaman trabas), y digamos también que el Oulipo es juego. Por poner un ejemplo de uno de los llamados plagiarios por anticipación, Raymond Roussel: pensemos en dos frases homófonas (por ejemplo, Yo trabajaba allí / Y otra bajaba allí) y escribamos un texto que las convierta en principio y en final. O hagamos como Perec: escribamos una novela prescindiendo de la letra e, la más común en la lengua francesa, y llamémosla La desaparición (un crítico de la época no se dio cuenta del juego y pensó que la novela no estaba mal, pero que no era para tanto).
Sí, el Oulipo consiste en ponerse obstáculos, en complicarse la vida y en convertir lo arbitrario en algo esencial. Y también en arrancarnos algunas carcajadas de vez en cuando. Por ejemplo, en el texto La Constricción Española de Antonio Altarriba, que utiliza la traba S-4, es decir, sustituir todos los sustantivos de un texto dado por el cuarto sustantivo que aparece a continuación en un diccionario determinado. De forma que el artículo 1.3 de la Constitución Española, «La forma política del estado español es la monarquía parlamentaria» se transforma en «La formalidad política del estafador español es el mondadientes parlamentario».
O los magníficos poemas que Aitana Carrasco escribe en La Mancha, donde se dedica a “manchar” páginas del Quijote para aislar frases lúbricas: la página 447 se queda en «Don Diego lleva un bulto en los calzones que me causa un calor de terciopelo aquí delante» y la 499 se queda en «Con encendida mano y levantado tronco descubría Don Quijote la caverna de la sin par Dulcinea».
Otros textos desternillantes son de Màrius Serra («El smartphone escacharrado», donde pasa un trabalenguas por sucesivas Google translations) o de Sofía Rhei que, a partir de unas rimas de Quevedo, crea cien billones de poemas, lo que nos daría para leer durante dos millones de siglos.
Muy bien, dirá alguno, pero, ¿para qué ponerse obstáculos (y, además, tan arbitrarios)? En primer lugar, pensemos que cualquier obra cuenta con obstáculos, ya sea un soneto (catorce versos, rimas) o una novela policíaca (tendrá que haber algún muerto, no puede tener 30.000 páginas). Son convenciones que se han aceptado y que delimitan el campo de batalla. Y, por otro lado, hay una implicación más profunda que atañe a la libertad. Cuando apareció el Oulipo el gran dictador de las letras francesas era Jean Paul Sartre, adalid de la literatura comprometida y del existencialismo. Los oulipianos, antirrománticos de serie, atacaron donde más duele y con estas trabas reconocieron lo que era un secreto a voces, a saber: que el ser humano no es libre, que la libertad creativa es una quimera y que solo lo más arbitrario conforma nuestra existencia. Ya que no somos libres (en lo absoluto), la única libertad que nos queda es serlo menos (en lo concreto), por ejemplo, proponiéndome escribir un texto sin la palabra “ouróboros”, algo que tendré que dejar para otra ocasión.
Textos Potentes, edición y prólogo de Pablo Martín Sánchez, editorial Pepitas de calabaza (con su memorable lema, “una editorial con menos proyección que un Cinexín”).