El ojo que todo lo ve. La infiltrada. La que acusa. Personas que se erigen en autoridad y lanzan reproches contra otras a las que juzgan por su comportamiento irregular. Irregular o en contra del sistema. En el confinamiento eran «los policías de balcón». En la ficción siempre fue el chivato.

La pregunta es: ¿Llevamos un policía dentro?

La línea que separa a la autoridad de la ciudadanía resulta evidente. La policía es la institución encargada de mantener el orden público y la seguridad, mientras que los ciudadanos, en su mayoría, hemos crecido sabiendo cuál es nuestro papel en la historia, acatar las normas.

Lo interesante es repensar las estructuras de poder y dominación que nos definen cuando nos encontramos sumergidos en una crisis social que la Covid-19 solo ha acelerado arrastrando una crisis económica, política y ambiental. El miedo que genera que se interrumpa aquello que antes percibíamos como normal provoca que, en su contexto, “cualquier presencia puede ser percibida como una amenaza”, explica la filósofa y ensayista Marina Garcés (). Durante el confinamiento convivimos con la duda, la inculpación y ese dedo acusador, apenas perceptible, que se asomaba sobre los balcones para increpar al otro.

En este primer semestre se ha detectado un repunte de situaciones de discriminación en el ámbito de las comunidades vecinales.

Para muchos, cualquier movimiento en la calle era digno de juicio. “Hubo quien se creyó con la responsabilidad de perseguir los delitos. Pero es un error pensar que los ciudadanos tienen que desarrollar un rol activo en la persecución”, explica el concejal de Derechos de Ciudadanía del Ayuntamiento de Barcelona, Marc Serra. De hecho, según el último informe de la Oficina por la No Discriminación (OND) de Barcelona, en este primer semestre se ha detectado un repunte de situaciones de discriminación en el ámbito de las comunidades vecinales. Del total de incidencias atendidas, el 45% han sido por discriminación por racismo y xenofobia.

Cuando se desató la pandemia y el desconocimiento era la piedra angular, el colectivo sospechoso fue la comunidad asiática. Más tarde los propios sanitarios recibieron insultos y otras vejaciones por parte de vecinos y caseros. El otro ya no era el vecino, sino la imagen de que «lo que no conocemos nos va a hacer daño o va a resultarnos perjudicial», afirma Garcés. Y entonces, el modelo del chivo expiatorio, que en ocasiones creemos tener superado, volvía a resurgir porque la acusación, que siempre funciona, no solo es fácil y directa, sino un dedo que «evita tener que responder con la propia acción para cambiar las cosas», cuenta la ensayista.

Pero no nos engañemos, la causa del incremento del racismo existía ya en las estructuras sociales, institucionales y mediáticas. Lo que la Covid-19 ha supuesto es que, «en momentos de tensión todo lo que está en la estructura aflora», indica Serra. Desde la OND trabaja para que las incidencias registradas cuenten con un proceso de mediación que, además, necesita que las dos partes quieran dialogar y formar parte activa en la resolución del conflicto.

Ahora bien, ¿qué mensaje nos llega desde las instituciones? ¿Por qué hay personas que adoptan comportamientos policiales mientras que otras se vuelcan en redes de apoyo mutuo?

Durante las primeras semanas de cuarentena asistimos a todo un despliegue de autoridades y cargos militares por parte de la esfera política y mediática. Y lo que antes era ciencia ficción, escenario de novela orwelliana en la que el Hermano Mayor dicta normas y vigila, pasaba a convertirse en «un mensaje militar y de control que muchas personas interiorizaron hasta convertirse en una pieza más del sistema», afirma Miquel Domènech, profesor asociado del departamento de Psicología Social de la UAB.

Ser parte del sistema o evadirse. El eterno debate entre integrados o apocalípticos. El peligro de la alienación como esa «identificación de nuestros deseos e intereses con los deseos e intereses del poder», escribe Cristina Morales en Lectura Fácil. «La clave está en darse cuenta de que una está haciendo lo que le mandan desde que se levanta hasta que se acuesta», repite voraz la ganadora del Premio Nacional de Literatura 2019.

Durante las primeras semanas de cuarentena asistimos a todo un despliegue de autoridades. Lo que antes era ciencia ficción pasaba a convertirse en «un mensaje militar y de control que muchas personas interiorizaron hasta convertirse en una pieza más del sistema».

No es casualidad que se continúen adoptando posiciones moralistas dentro de la misma ciudadanía. En muchos países europeos, y en concreto en España desde el tardofranquismo, la democracia llega a ser una abstracción y un abismo para gente que busca rostros paternales e instituciones de autoridad moral.

En ocasiones, seguimos creando ese rostro de autoridad; en las calles, en los balcones, a través de la memoria histórica. Una figura, un dedo firme. «La deriva autoritaria de nuestras sociedades ya había empezado y se está reforzando con la pandemia», concluye Garcés.

Culpar, señalar al otro, demuestra una actitud individual y esquiva.

Una tendencia hacia el repliegue individualista que toma ahora un cariz distinto al de la primera etapa de la postmodernidad, porque ya no se mueve solamente por el consumismo o el deseo, sino por una lucha creciente de unos contra otros. «Cuando las instituciones sólo actúan en su propio interés o el de aquellos que las dominan, dejan a los individuos sin respuesta, solos entre sí», explica Garcés.

El efecto contrario se da en todas las prácticas de solidaridad y apoyo mutuo que también están apareciendo como respuesta para sobrevivir, siendo capaces de renunciar a nuestro bienestar individual por uno colectivo. Revisando, haciendo acopio de aquello que mencionan Deleuze y Guattari en Mil Mesetas: Capitalismo y esquizofrenia: «Es muy fácil ser antifascista a nivel molar, sin ver al fascista que uno mismo es, que uno mismo cultiva y alimenta, mima, con moléculas personales y colectivas».