Todas tenemos nuestros buitres merodeándonos, y a la que acusamos de flaqueza… ¡Zas! Se nos plantan en el lomo incrustándonos las garras hasta el tuétano. Así de astutos son los buitres.
El otro día iba paseando pel carrer Pelai, en primera expedición solitaria al azaroso planeta Rebajas, cuando me di cuenta que una sombra se cernía sobre mí. Alcé la vista y ahí estaba: mi buitre.
 
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–¡Hijodeputa, me habías asustado! ¿Cómo que has vuelto?
–Tú sabrás– me dijo, y con toda la firmeza del que ha venido a realizar su cometido no matter what, se posó en mi cabeza, batiendo sus dos metros de envergadura y dejándome hecha unos zorros.
Me miré en el escaparate que tenía justo enfrente y decidí que de esa guisa no valía la pena seguir con la búsqueda de chollos y trapitos. Imagínate lo que sería entrar en los probadores con el buitre de sombrero: me pusiera lo que me pusiera, siempre parecería un jefe indio.
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–Está prohibida la entrada de animales, señora.
–No se preocupe: es mi buitre, sólo me jode a mí. Por lo demás, es muy limpio y no es de armar jaleo. Usted haga como que no lo ha visto.
–Da igual, es un animal. Si quiere entrar en la tienda, tendrá que dejarlo fuera.
–Uy, ¡qué más quisiera yo! ¿Es que no ve que no hay manera de desembarazarse del pajarraco este? Una vez se ha posado, se ha posado, y no hay más remedio que aguantarse.
–Usted sabrá, señora, pero con el pájaro no entra.
En mitad de mis razonamientos, oí que alguien gritaba mi nombre. Me giré y vi a Yalo, señalándome y riéndose a carcajada limpia.
–Pero tía, ¡no me lo puedo creer! ¡Otra vez tienes el pavo subido!
–Pues sí, otra vez. Y no es un pavo, ¡es mi buitre! Me tiene frita de los nervios. Estoy por irme a casa.
–¡Lo que te tiene es hecha un guiñapo, niña! ¡Si pareces el puto troll del tesoro! Anda, vente a tomar unas cañas, que yo invito.

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Qué imbécil más carismático el puto Yalo.

 

A los afortunados a los que nunca se os haya posado un buitre, os diré que no es cosa agradable. Para empezar porque pesa una barbaridad, unos diez kilos he leído por ahí, y te deja las cervicales molidas. Además está lo de las garras, que es horroroso: el cuero cabelludo te queda hecho una papilla y luego, ¡reza para que te vuelva a crecer el pelo! Bueno, la verdad es que yo en esto he tenido suerte porque, por lo general, al día siguiente de irse el buitre ya estoy recuperada de las heridas pero, claro, siempre te queda la duda… “¿Y si esta vez me quedo calva? ¡¿A que me voy a quedar calva…?!” Pero nunca me ha sucedido, así que intento no pensar mucho en ello. He oído historias de algunos a los que, en lugar del buitre, se les mete un ratón en el estómago que les da unas diarreas monumentales. ¡Imagínate el drama para echar al ratón después! How disgusting is that? Quita, quita: dentro de lo malo, me quedo con mi buitre, que aunque me da miles de pesadillas, al menos no me perturba el aparato digestivo ni me ofende los orificios.

 

Después de una hora y media de una cerveza tras otra, ya casi me había olvidado del buitre cuando el muy cretino se empezó a limar el pico en mi cráneo.

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–¡¿Es que no me puedes dejar ni disfrutar un ratito, loro absurdo?!– le espeté a grito pelado, con toda la rabia que mi útero fue capaz de escupir. Tal ataque histérico no le debió sentar nada bien a mi buitre, porque no sólo no cesó en su empeño de destruir mis sesos, sino que se entregó a su labor con tenacidad y redoblada mala leche. Así que me bajé los humos con un último trago y me despedí de Yalo.
–¡Pero no te vayas, chiquilla! ¡Con lo a gustito que estamos en esta terracita! Venga, hacemos la última y te acompaño a casa.
–No, Yalo, tengo que irme o esto se va a convertir en una masacre. ¡Míralo! ¡Está cabreadísimo! No puedo retrasarlo más. Me largo.

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Y subiendo por Urquinaona, con una migraña espantosa, mi buitre y yo, emprendimos el camino hacia mi casa. Al ver el camino que tomaban mis pasos, paró de limarse el pico pero, por la creciente tensión de sus garras, noté que me advertía, vigilante, que no bajaría la guardia.
 
 
Cuando llegamos al piso, se me saltaban las lágrimas del dolor. Estaba hastiada y sentía que la cabeza me iba a estallar.
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Como siempre, nada más entrar por la puerta, el jodido buitre aleteó en señal de aprobación. Cuando hace eso me tira un poco de los pelos, pero el alivio del peso se agradece. No tardó ni tres segundos en posarse frente a mí y clavarme esa mirada suya tan impertinente. Esperó educadamente a que me quitara el abrigo y la inevitable visita al baño, pero en cuanto salí se me echó encima de nuevo. Intenté ahuyentarlo a puñetazos, pero con semejante bestia la lucha está perdida de antemano. En una de las embestidas, me agarró del brazo con su pico triturador y no me quedó más remedio que darme por vencida y dejarme arrastrar hasta mi escritorio.

 

Una vez allí, se posó encima de la pantalla del ordenador, majestuoso y amenazante como una viuda manchega.
–Y ahora, escribe– me dijo.
Y, tecleando bajo su perseverante inspección, fui dibujando las frases que estáis leyendo, aunque al llegar a esta última coma, el buitre casi se ha desvanecido y mi pelo ya ha vuelto a crecer.