Sabéis lo que resulta más molesto, desconcertante y maloliente que la célebre estadística catalana de un cerdo por persona? La estadística del Barri Gòtic, en la que estamos muy cerca de llegar al patrón de un turista por vecino. No lo digo yo, que vivo cada primavera como un regreso al apocalipsis, lo dice un estudio del catalán Agustín Cócola, financiado por la Universidad de Cardiff, cuyas conclusiones leí hace unas semanas en El Periódico, mientras desayunaba al lado de un grupo de despedida de soltera en una cafetería de mi calle. Según este señor, que ha puesto mi desesperación en números, hay en mi barrio 14.585 camas para turistas, entre hoteles y apartamentos, y 15.269 para residentes. Más: en el 52,5% de las fincas hay por lo menos un piso turístico. Adivinad en qué mitad del pastel queda el mío.

Volvemos a lo de siempre: a todos nos gusta el turismo. En los últimos 12 meses he visitado por lo menos 4 países en calidad de turista y, es cierto, en ninguno me hubiese gustado ver una manifestación contra mi presencia. (Aunque también es verdad que no he probado a desnudarme delante de una familia mientras me emborracho con el vino más barato del súper. A lo mejor hubiese sido diferente.)

Pero la proporción lo es todo. ¿Tiene sentido llamar turista a alguien que ocupa la mayoría del espacio físico en que vives? ¿Quién está fuera de la normativa: tú o él? La mirada del extraterrestre siempre ayuda a ver las cosas con más claridad: si un marciano buscara un habitante de la Tierra encontraría a un chino, son la mayoría. Si buscara un “gotiniano” (perdonad si ya existe nombre para el autóctono del barrio, si no queda así), encontraría a un joven francés vestido de mariposa, borracho, comprándose una funda para el móvil.

Así que, en realidad, yo, que voy con mis bolsas del súper, con prisa para hacer la cena, soy la rara. Cuando abro mi puerta de madera y pido permiso a un grupo de visita guiada para que me deje pasar, siempre hay unos segundos de silencio. Algunas personas me sonríen. Estoy segura de que mientras subo las escaleras el guía les susurra: “Como podéis ver, aún existen algunos ejemplares vivos, por eso os pido un poco de silencio para que no les asustemos”. Estoy esperando el día que alguien me toque a ver si muerdo.

Poca broma: el estudio de Cócola debería importarnos a todos, y no solo a mí que a partir de los próximos meses no podré dormir. Según el académico, Barcelona está expuesta a una burbuja turística semejante a la inmobiliaria que estalló en 2007. Cuando esto ocurra, centenares de personas perderán sus empleos como flyeros y millones de imanes de nevera quedarán almacenados en algún sitio. Para mí, probablemente, será demasiado tarde y habré terminado en una jaula del Parc Natural del Gòtic, tras haber atacado a un grupo de preadolescentes italianos en la estación de metro Liceo.